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LA TRENZA DE SOR JUANA

POR EVE GIL

Supongo que todos tenemos una Ítaca: el Lugar de todos los regresos y todas las partidas. Ese lugar, en mi caso, es Hermosillo, la ciudad hasta donde mi mamá, radicada ya en la ciudad de México con mi papá, se encaprichó en regresar, embarazada de ocho meses, para que yo naciera en casa de mi abuela, aunque fuera menester volver casi de inmediato con la recién nacida en brazos, un día antes de aquel 2 de octubre que nos ensangrienta las conciencias. Justo un 2 de octubre de 2005 regreso a mi Ítaca, a presentar mi nueva novela, “Cenotafio de Beatriz”, invitada por el Instituto Sonorense de Cultura. Cuando reparé en la extraordinaria coincidencia, supe que estaba a punto de vivir uno de los momentos más importantes de mi vida.

Durante mi infancia, Sonora fue una Ítaca que me aguardaba durante el verano y ocasionalmente en temporada navideña… como aquella única Navidad en Cananea, cuando a los tres años conocí la nieve y a mi recién nacido primito Luis, eterno cómplice y rival… o aquella otra de los seis años, en que me quedé dormida con la vista fija en el Sagrado Corazón de Jesús del cuarto de mi abuela y muy temprano, al día siguiente, corrí junto con mis primos hacia el arbolito donde nos esperaban los regalos de Santa Claus (mi mamá renegó siempre de los Reyes Magos por considerarlos “guachos”). El regreso a Hermosillo ha hecho despertar mi infancia; la ansiedad que durante la temporada escolar me consumía por correr a los brazos de mi abuelita sonorense que forjaba trenzas con mis cabellos de india mayo que, decía, le recordaban a los de su madre. Mi abuela descansa ahora en el panteón Yáñez, junto con mi adoradísima tía Lú (la única a la que no asustó la idea de que yo fuera escritora) y mi autoritario tío Víctor, pero sus presencias me recibieron en el aeropuerto junto con la numerosa y amada familia de mi esposo, quien me acompañó en este viaje junto con mi hija, Lulú: como mi madre también tengo mis caprichos excéntricos: no quería que otro sacerdote que no fuera Pedro Villegas la bautizara. El padre Villegas, de hecho, bautizó también a Vicki, mi hija mayor. Todos ellos, mi abuela, mis tíos, mi tía, mis primos, el padre Villegas mismo, han inspirado los personajes de mi narrativa. Regresar a Hermosillo significa también reencontrarme con los personajes de mis libros, los que hicieron de mí una escritora. Porque Hermosillo, quiero que sepan, no ha sido solo censura, envidia, machismo, incultura. Es, por sobre todas las cosas, familia, chemises, amigos, amor, primos, mi muñeca Cleo, abuela de ojos azules, doctor Hugo Pennoch (que me trajo al mundo), La Mina y Librolandia (que ya no existen), vocación, novelas, poesía… es el lugar de todas mis primeras veces, de todos mis sueños, de mis escondites, de mi etapa de universitaria subersiva, irreverente y grafitera.

Hace siete, casi ocho años, opté, con el mismo afán con que de niña estudiaba para ganarme el viaje veraniego a los brazos de mi rubia abuela olorosa a jabón Camay y consomé, desarraigarme de la misma tierra donde insistí en sembrarme. Fue la decisión más triste, más difícil de cuantas haya tomado, pero las circunstancias me colocaron en esa situación límite en que el artista tiene que decidir entre el exilio y el suicidio porque las alternativas se han gastado. Estaba a punto de cumplir 30 años, y desde los 19 venía padeciendo la persecución de un funcionario público al que más tarde se le sumarían otros y otras que sencillamente no soportaban que alguien, yo en este caso, trabajara con seriedad en algo que ellos y ellas consideraban mero pretexto para lucirse en sociedad o conquistar puestos o curules, halagando a sus mecenas. Abigael Bohórquez tenía poco de muerto, azotado sin duda por la misma peste que me expulsó de Hermosillo. No voy a alzarme el cuello declarando que fui amiga de Abigael. Bueno, creo que lo fui alguna vez, pero al momento de su muerte ya los chismes nos habían distanciado, y yo, en mi soberbia, no quise prestarle atención cuando me buscó la cara durante un encuentro de escritores en Álamos, y debo declarar públicamente mi falta, porque el hecho de que Abigael haya muerto sin darme oportunidad a abrazarlo (una maldición pesa sobre mí: mi abuelita y mi tía Lú murieron sin darme tiempo de despedirme de ellas) es algo que no consigo superar. Estos dos días en Hermosillo se me brindó la oportunidad de hablar de la deuda que tengo con la memoria de Abigael, el Bruno Latini de muchos escritores sonorenses, concretamente los que éramos estudiantes de letras a mediados de la década de los noventa: los poetas Ricardo Solís, Alejandro Ramírez y Ramón I. Martínez, mi esposo, fueron sus discípulos. Yo, aunque no poeta sino narradora, también me dejé influir mucho por él. Recuerdo cuando lo conocí, durante una de las sesiones de aquella farsa llamada SOGES (Sociedad de Escritores Sonorenses). Abigael se hartó de los presentes, impertinentes, borrachos casi todos, y dijo, no sin razón, que no servíamos para nada, que éramos una bola de pendejos. A mí me pasó subrepticiamente una tarjetita bristol cuyo contenido jamás olvidaré: “Eres prospecto interesantísimo. Búscame…”

Yo, la persona que más injustamente lo trató en los últimos días de su vida, ahora me empeño en despertar interés por su obra. Después de todo, a Abigael y a mí nos tocó navegar en el mismo barco: el de los despreciados por la cultura oficial; cultura que humillaba ostensiblemente a mujeres y homosexuales, y manifestaba aversión por las manifestaciones artísticas de los indígenas. Víctimas de un funcionario misógino, homofóbico y racista, Abigael y yo compartimos un dolorosísimo periplo del que en algún momento llevé cuenta a través de una serie de crónicas publicadas en el difunto periódico Opinión. Abigael, incluso, me hizo mi segunda entrevista (la primera me la hizo otro buen amigo, Manuel Murrieta, para el Semanario De acá). Una entrevista que yo le hice al poeta, recuerdo bien, fue motivo de las obscenas burlas de nuestros detractores que solían dilapidar el dinero de nuestros impuestos en un infame cuadernillo que se distribuía en escuelas y oficinas gubernamentales, y donde tanto Abigael como yo éramos exhibidos como bufones de la cultura sonorense: la muchacha escribidora y el homosexual poeta.

Todo eso recordé en mi paso por esta ciudad. Volví a experimentar claramente la sensación de pertenecer a un submundo al que eran relegados los poetas homosexuales que hablaban abiertamente de sus “semejantes voluptuosos”, y las mujeres que se negaban a escribir poemas sobre las pestañas del amado y el jabón de trastes resbalando por los dedos. Y por eso mismo, porque recordé, me fue posible apreciar un presente donde jóvenes mujeres escriben sin por ello ser censuradas, acosadas o vituperadas, y las preferencias sexuales no son brutalmente expuestas y ridiculizadas. La exhibición de la homofobia y la misoginia no son más admitidas como algo normal, antes bien, quienes en su momento hicieron gala de actitudes discriminatorias son vistos con burla y desprecio, lo cual no significa que no insistan en figurar en el candelero, peor aún, en continuar asumiendo sus taras en ínfimas ratoneras periodísticas. Es gente que no ha sabido retirarse dignamente, ni reconocer sus errores; que se aferra al último hilito que les queda de poder. La cultura sonorense sigue teniendo quistes cancerosos que parecen imposibles de extirpar, sin embargo, el talento que por hoy abunda y se manifiesta sin tapujos y hasta con apoyo de funcionarios sensibles y cultos (algo que parecía imposible en la época de mi partida) ya empieza a producir los efectos de una potente quimioterapia. De cualquier manera, no deja de sorprenderme que mis viejos y casi queridos enemigos (¿cómo no quererlos si gracias a ellos soy quien soy?), a casi ocho años de mi exilio voluntario, todavía se desvivan en boicotear mis apariciones públicas y despotriquen en los medios con un veneno que los mataría si se mordieran la lengua. Pues boicoteada y todo, la presentación de “Cenotafio de Beatriz” se llevó a cabo en forma satisfactoria, rodeada de nuevos lectores y viejos amigos, entre los que se encontraba Jesús Alfonso Castañeda, mi mejor amigo de la adolescencia (veintidós años ya de habernos conocido en un club del grupo Menudo), quien en medio del público evocó aquella primera novela formal que escribí a los 16 años y de la que Jesús (Chucho-Avechucho, le llamaba) fue el primer lector: “Corazón extraviado” o “Barco nocturno”, de 360 cuartillas, inspirada en una canción del grupo Durán Durán, Save a prayer, en la que los pasajeros de un lujoso trasatlántico naufragan en la isla de Antigua. Me emocioné hasta las lágrimas. Las preguntas del público fueron sumamente inteligentes y oportunas, me permitieron explayarme respecto a lo que verdaderamente importa: el oficio de escritora y la literatura.

La feria del libro en la que se programó mi participación llevaba el nombre de Abigael Bohórquez. Una feria pequeña, ciertamente, pero que denota el amor de sus organizadores por la cultura. El doctor Fernando Tapia Grijalva, actual director del Instituto Sonorense de Cultura, es un viejo y apreciado conocido mío, de los pocos maestros de la escuela de Letras que no se empeñaba en desanimar a los alumnos con vocación literaria, antes bien, me brindó valiosos consejos y me proporcionó libros (a través de él conocí a Lilian Hellman y a Montserrat Roig, Tiempo de cerezas). Junto con Volker Shuller-Will, Luz del Carmen Borbón (ya desaparecidos ambos), Fortino Corral y Marcos Jeréz, a quien cariñosamente apodábamos Pancho-clós (el doctor Jeréz, recuerdo, me volvió aficionada a Eduardo Mallea, del que me obsequió los libros “La bahía del silencio” y “Una pasión argentina”), el doctor Tapia ocupa un lugar muy especial en mis afectos. Como funcionario cultural actúa con la misma sensibilidad, el respeto y la inteligencia que caracterizan su labor docente, y si a ello agregamos que se ha hecho rodear de profesionales en diversos ramos del arte como la poeta Gloria Barragán (“del Yaqui” para los amigos), la actriz Paquita Esquer o la pintora Marisela Moreno, no es difícil entender que un terreno otrora estéril como la cultura sonorense, donde el talento era lo último que importaba, haya florecido en forma tan importante. Finalmente, las obras son más elocuentes que un millón de palabras necias.

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