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En el espacio escénico es el cuerpo en movimiento el que habrá de transformarse en signos para la creación de una ficción que se desarrolla y se actualiza ante los ojos del espectador, mientras que en la hoja en blanco, es la palabra la propiciadora del movimiento de la ficción en la mente del lector.

TEATRO

POR SILVIA PELÁEZ

—Especial de Culturadoor.com—

Resumen

En la danza, así como en el teatro, aquí consideradas ambas como artes del movimiento, el ejecutante (bailarín/actor) escribe en el espacio escénico al modo en que el escritor lo hace sobre el papel. Cada uno enlaza formas y cadenas de significado de acuerdo con la especificidad de su arte, sin embargo, confluyen en tanto, a partir del movimiento, propician en el espectador un cambio en el ritmo de su respiración, para, de este modo, unirse al tiempo-espacio del universo. Cada una de estas artes contempla el movimiento desde una perspectiva particular confiriéndole un lugar determinado dentro de su desempeño. Por ello, tanto el bailarín como el actor, escriben en el espacio escénico, y en ese momento, el espectador, junto con el bailarín o el actor, no sólo es un observador sino que se hace uno con el espectáculo.

Danza y teatro como artes del movimiento

Incapaz de despojarme de mi traje de escritora –si bien dramática– al reflexionar sobre las artes del movimiento, llegué al inevitable símil de la danza con la escritura, y después con el teatro. Danza y teatro como artes del movimiento, aunque de distintos tipos y diferentes motivaciones para el movimiento. En este breve recorrido me referiré a la danza en su expresión escénica, sin hacer distinciones entre géneros dancísticos ni ámbitos como el académico o el del ensayo previo a un estreno. Lo mismo aplica para el caso en el que me refiero al teatro.

A partir de este símil, lo primero que asalta mi reflexión es la idea de que el espacio escénico es como una hoja en blanco. En el espacio escénico es el cuerpo en movimiento el que habrá de transformarse en signos para la creación de una ficción que se desarrolla y se actualiza ante los ojos del espectador, mientras que en la hoja en blanco, es la palabra la propiciadora del movimiento de la ficción en la mente del lector. En el espacio escénico es el cuerpo –del bailarín o del actor– el que habrá de elaborar y transformarse, él mismo, en signos para la escritura de una historia en la que participan el valor estético, las emociones, impresiones visuales y sonoras, incluso carente de palabras, pues en el caso de la danza, y en cierto tipo de teatro, es el movimiento mismo, el gesto, el que habrá de contarnos la historia, de crear los canales de comunicación con el espectador.

De acuerdo con Sebastià Serrano, “nosotros somos lo que somos gracias a nuestra lengua y nuestra cultura. Es nuestro centro de gravedad.”1 Y entonces, ¿podríamos decir que las artes del movimiento –danza y teatro– como parte de nuestra cultura también forma ese centro de gravedad? Creo que sí en una doble dirección. Esto es, como coreógrafos, bailarines, directores escénicos o actores partimos, para la creación, de coordenadas y de una educación semiótica adquirida en el corazón de nuestra cultura; y como espectadores es imposible prescindir del bagaje cultural y semiótico en el que nacimos y existimos.

Ahora bien, en esta escritura escénica, el cuerpo y el gesto hacen las veces de la pluma que baila sobre el papel para decirnos, como espectadores, el cuento que vive a través del bailarín, en ese espacio y en ese tiempo. Pero cada sociedad y cada época ha desarrollado sus propias artes del movimiento, con sus propios códigos y coordenadas semióticas, para decir, precisamente, a esa sociedad y volver a ella. De ahí la variedad dancístista y teatral, así como lingüística y cultural en el mundo que habitamos.

Si en la vida cotidiana, en la que se utilizan toda clase de señales, cinéticas, proxémicas, lingüísticas, etcétera, éstas se transmiten reciben e interpretar de manera automática y/o inconsciente, y que pasamos por alto muchos de los signos que emite nuestro cuerpo, en e caso de las artes que nos ocupan ocurre todo lo contrario, pues cada gesto y cada movimiento, diseñados y creados con toda conciencia y con el fin de comunicar una propuesta específica, se transmiten de una forma totalmente consciente, esperando que la recepción tenga este mismo carácter, aunque esto quede librado a la sensibilidad y disposición del espectador.

Al igual que el bailarín, el actor también escribe en el espacio escénico pero, a diferencia del primero, su escritura esta mediada por la palabra, que lo guía o lo conduce obligadamente hacia esa historia que ha de comunicar, también con su cuerpo, al mismo tiempo que la historia que transcurre en el diálogo, el subtexto y las imágenes. En el caso de la danza, se establece el código a partir de una secuencia de signos no verbales, mientras que en el caso del teatro, esta secuencia, depende, en gran parte, de una cadena lingüística que prefigura en el texto teatral –cuando lo hay– o en el trabajo en conjunto con el director mediado por la palabra, para después incorporar una secuencia de movimiento.

Para el bailarín su cuerpo solo es la herramienta para escribir en el escenario. Para el actor también es su cuerpo el que lo coloca como eje de esta escritura escénica. De este modo, los lindes entre teatro y danza, como artes del movimiento, se encuentran y se separan. Se encuentran en tanto estrategias de desplazamiento para construir un código; se separan en tanto cada una implica grados distintos de ficción y calidades diferenciadas de movimiento.

Si bien ambas artes se originan en el rito, cada una ha evolucionado y ha privilegiado alguna forma que le es esencial, llegando, incluso, en algunos momentos de la historia, a unirse o a crear propuestas híbridas de danza-teatro, teatro-danza. Incluso, hemos podido ver, en trabajos dancísticos contemporáneos, la incorporación de algunos códigos lingüísticos con predominancia, por supuesto, del código del movimiento, conservando lo que le es esencial: la acción dancística. En algunas obras de teatro del silencio, podemos ver cómo los códigos del gesto y del movimiento, tienen la tarea de comunicar la historia prescindiendo de la palabra como eje o punto de partida, aunque conserva lo que le es esencia: la acción dramática, que motiva, define y delimita la dirección y calidad del movimiento, que definitivamente incide en la creación de la ficción que ha de ser entregada al público.

En la creación de esta ficción, ambas artes crean, en movimiento, un espacio escénico poético. Esto es, en las artes del movimiento, la poesía vive en cada gesto, por mínimo que sea, en cada relación proxémica, en cada respiración, que es el movimiento perenne de la vida en nuestro cuerpo. Una obra de teatro o una pieza dancística respiran como un ser vivo total al compás del universo.

Otro elemento que interviene en la escritura espacial es el tiempo: el tiempo con que se ejecutan los movimientos, los desplazamientos, los gestos. Ese tiempo que se hace uno con el ritmo y, en complicidad con la ficción poética, seduce al espectador.

El tiempo, el ritmo, la velocidad. Cuando el bailarín entra en la escena y todo él es movimiento, lanza al espectador un número de posibilidades que lo llevan a unirse espiritualmente a ese movimiento y se hace cómplice de esa ficción dancística, de mundos especiales oníricos, inquietantes y plenos de humor, de poesía, donde cada músculo se mueve microscópicamente para unirse al movimiento del hombre y respirar con el macrocosmos.

Cuando un actor entra en el escenario va tejiendo el movimiento de manera imperceptible con su voz –aire en movimiento–, su cuerpo que se desplaza y las emociones que lanzan chispazos de energía. Y entonces todo esto es condensado por el actor en su esquizofrenia controlada para mover al espectador, sacarlo de su letargo y, al igual que la danza, cambiar el ritmo de su respiración.

Para escribir en el espacio se necesita ser amante del riesgo, y a cada gran salto o pequeño gesto, imprimir una pasión que, en un instante, conecta con cadenas ancestrales de sentido y significado, lingüísticas y paralingüísticas, verbales y no verbales, en resumen, con nuestro ser total. Es el riesgo de lanzarse a esa otra realidad que hemos acordado crear como ejecutantes del rito, para convocar al riesgo vital a todos aquellos que comparten en ese momento con nosotros: los espectadores.

El bailarín entra en escena. Trae una idea que quiere expresarse en cuerpo y movimiento. Después de un intervalo, lo hace otra vez, y una vez más. Como diría Susan Sontag: “nos recuerda que vivimos en la casa-cuerpo.”2

El baile como un reino de libertad. Si queremos ser libres, si somos libres, ¿por qué no todos bailamos? No escribimos en el espacio con el movimiento de nuestros cuerpos. Hemos olvidado el rito ancestral de la danza. Y sólo nos quedan aquellos que se empeñan en que lo recordemos y bailan para nosotros; ellos son quienes, a través de su cuerpo y movimiento, los bailarines, son el cuerpo y el baile al mismo tiempo.

Un bailarín se alimenta del espacio utilizando para ello tres instrumentos: el movimiento –en su signo dancístico–, la temporalidad y la especialidad. Al alimentarse de esta forma, el cuerpo del bailarín se hace uno con el espacio escénico y lo abarca, transforma y comunica. De nuevo, en las palabras de Susan Sontag “La danza no puede existir sin un diseño dancístico: la coreografía. Pero la danza es el bailarín”.3 Y el bailarín es movimiento, un moverse en estándares de perfección del cuerpo, de cada músculo y tendón, de cada fibra y célula que, cómplices en un todo, se dirigen hacia donde la voluntad del bailarín las encamina, para comunicar historias, imágenes, sensaciones, emociones, momentos con el movimiento hecho danza.

Si la danza es la puesta en escena de la transfiguración, es porque la danza promulga tanto estar completamente en el cuerpo y trascendiendo el mismo cuerpo. La danza parece implicar un orden de atención más elevado, en el que la atención física y la atención mental se hacen una.

En el teatro, el actor se transfigura en el personaje y, si bien está implicado el cuerpo, se trata de una atención más semejante a una esquizofrenia controlada en la que el cuerpo forma parte de una constelación de elementos sensoriales, emocionales, espaciales y temporales.

Es decir, en la danza, los bailarines de indiscutible talento proyectan un estado de concentración total que, a diferencia de un actor, no es el prerrequisito necesario para dar una gran actuación, sino que es precisamente su desempeño sobre el escenario, el corazón de su ser como bailarín.

En el actor, como decía, esta concentración tiene un cierto carácter de dispersión en tanto mente y cuerpo se suman a los elementos internos propios del actor, a aquellos que pertenecen al personaje, así como a los elementos externos propios del escenario e inclusive del público.

De este modo, podemos describir el movimiento del actor para escribir en el escenario, como un movimiento interno, que se manifiesta hacia el exterior en el desplazamiento físico así como en el gesto y en su relación con los demás actores-personajes y elementos escénicos que pueblan su ficción dramática. Mientras que en el bailarín el movimiento interno y externo se hacen uno en el despliegue del código dancístico para convertirse él en el espectáculo mismo.

Ahora bien, recordemos que tanto en la danza como en la música, así como en la escritura y no se diga en la música, está también el silencio, la pausa, que en un instante, por ser el opuesto al sonido, al movimiento, lo hace presente y lo actualiza. La pausa-silencio que se abre como un mundo de posibilidades para que la respiración se haga una y siga en permanente vínculo con la inhalación-exhalación del universo.

Así, la danza, “movimiento rítmico impregnado de sentido”4 y el teatro, acciones impregnadas de sentido, pues “el mundo del hombre es el mundo del sentido”5, a través de sus ejecutantes, representantes actualizados del rito ancestral, escriben en el espacio escénico, se apropian de él, y lo comunican al espectador para devolverle al mundo el sentido poético. Y escriben trazando caracteres largos y breves, simples y complejos, para crear una cadena de significantes al modo en que el escritor enlaza las palabras con el movimiento de sus dedos sobre el teclado, o de su mano con la pluma sobre el papel. Movimiento como creación, como transformación del caos es cosmos.

SILVIA PELÁEZ

*Maestra en Comunicación, ha destacado en el campo de la dramaturgia y la dirección escénica. Autora de Oficio de Dramaturgo, México, EDITARTE, 2001 y de Dramaturgas mexicanas contemporáneas, México, CITRU, 2005 (CD). También ha ejercido la crítica teatral en medios de circulación nacional, y es traductora, guionista de radio e investigadora. Ha recibidos reconocimientos en México y en el extranjero por su trabajo como dramaturga, así como por los talleres de dramaturgia y difusión cultural.


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