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CULTURA SOCIAL
Fotos: Culturadoor. Textos: David Alberto Muñoz
Había estado practicando casi toda la semana. Mi compadre me había metido en una que para qué les cuento.
—Te van a pagar, además hacemos bohemia.
Mi compromiso firmado al aire era de cantar por tres horas. La idea no me molestaba, toco la guitarra desde chico e incluso en mi cirrículum vitae, durante mis años moralistas, fui miembro de un grupo musical cristiano donde tocaba el bajo y además amenizaba los servicios con mi voz. Sin embargo, de pronto me enfrentaba a una realidad de saber que el público no aceptaría la muy común frase:
—Es para lo gloria de Dios.
Debería por lo menos sonar bien entonado. No quería hacer el ridículo. Recolecté cancioneros que tenía guardados sólo Dios sabe dónde. Intenté afinar mis dedos para que el callo permaneciera, mientras que el juanete de mi alma romántica no podía contener la emoción de saber que esa noche haría mi debut profesional como cantante.
El día estaba frío. Por las calles del valle del sol la rutina no desaparecía. Al contrario, era un viernes donde los ciudadanos existentes ya están acostumbrados a reunirse en un fin de semana para celebrar la vida, los problemas, las envidias, las reconciliaciones, la nada. Yo nada más pensaba en la obligación tal vez deseada por mis adentros de adolescente soñador. Desde temprano imaginaba la noche, llena de su muy particular perspicacia, embriagándonos a todos los que estuviéramos presentes en al Café Latino, donde la Sra. Leonor Treviño, tuvo a bien, darnos un espacio, el cual, esperamos crezca, y se convierta en un espacio de artistas, escritores, poetas, cantantes, músicos, pintores y simples aficionados al raro, complejo y hermoso existir humano.
—Pues ni modo compadre, hay que empezar.
Abrí mi cancionero cuidadosamente arreglado con los tonos correspondientes a cada canción. Si nos dejan, Reloj, Usted, La media vuelta, Mucho corazón, María Isabel, Sabor a mí, Señora bonita, Amorcito corazón, mi ente parece ser de antaño, toda la música que mis padres tocaban en la consola de mi casa día a día, me enseñó a valorar a México.
Resignado quizás ya a pasar las próximas horas simplemente tocando para mí mismo, de pronto la gente comenzó a llegar. Conocidos, ausentes rostros que no miraba ya en algún tiempo, familiares sonrisas, coquetas figuras que despertaron las hormonas que parecían ya haberse ido a dormir, sin poder faltar por supuesto la bendición más grande que un ser humano puede tener, mis amigos…
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