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CRÓNICA

Por Manuel Murrieta Saldivar

¿Cómo condensar las reflexiones, vivencias y emociones que produce una primera estancia en una isla caribeña? La tarea es imposible y aquí se rompe el primer estereotipo: Puerto Rico, fuera de debates geopolíticos, es una nación cultural tan extensa como los miles de años taínos y los más de 500 desde el arribo de Colón; es un país tan profundo como los mares que lo circundan, desde Loíza hasta Guánica.

Esta isla no es sólo el encuentro “boricua” sino lo caribeño todo porque se sabe de dominicanos indocumentados pintando casas, de cubanos exitosos en la tv, que si no fuera por mis guías no notaría las diferencias de acentos y gestos que los distinguen; incluyendo lo jamaiquino: en pleno bulevar playero de Arecibo compiten “teenagers” en patinetas movidas por el “reggae” y por cabellos enredados a la Bob Marley. ¿Será que aquí se cumple el sueño “pancaribeño” del siglo XIX de unir en una sola patria a las Antillas? Otra observación: no estamos viviendo ningún bolero del tipo “En mi viejo San Juan”, sino un hervidero de cosmopolitismo con su estela de caos, a veces ordenado, que me recordaría a Tokyo si es que ya la hubiese visitado. San Juan es Los Angeles entre 4 y 6 de la tarde, Tijuana antes de cruzar la frontera o el D.F. las 24 horas. Y no me refiero sólo a la sobrepoblación automotriz–la demográfica, “bendito”, hace décadas invadió Nueva York y llega a Arizona, me consta–sino a que a las zonas urbanas de la isla semejan a cualquier otra del mundo occidental incluyendo disparos nocturnos contra el aire o hacia un blanco humano, como sucede al oeste de Phoenix.

Es una lástima y aquí otra reflexión: ¿qué diferencia existe entre una farmacia “walgrins” del sector de Guaynabo y una de Tucson? En aquél la música de fondo es una salsa infinita con aderezos de soft rock mientras que en éste es un silencio en inglés con dosis de rancheras al exterior. ¿En qué se distingue un “wolmart” de San Juan y otro de Hermosillo? En que en ambas ciudades se juega la Serie del Caribe de beisbol. ¿Qué hacer entonces? Buscar islotes desglobalizados para toparse, ahora sí, con el origen de “El jibarito”, la pieza musical que homenajea al campesino, “boricuas curious” que aún tocan el “cuatro” en la plaza dominical dando identidad y artesanía no sólo a turistas. Y luego viene la hermosura: una lluvia fértil, de cascada o de nube, cae en el corazón del bosque de El Yunque y es como hacerle el amor a la naturaleza pues bajas, penetras, te unes a un hoyo virgen, verde y puro como el primer indígena. En los puestos playeros de Piñones te encanta un coco frío o un agua de “parcha”, sin bacardí, que es beber el mar transformado en agua dulce. Otra maravilla es el limpio esplendor del San Juan viejo donde, entre plazas y museos coloniales, quizá te topes con conciertos de “bomba” y “plena”, ritmos negros que mueven las caderas y que reconocen sin pena la herencia africana que todo puertorriqueño lleva dentro como lo sentencia el estribillo: “¿y tu abuela dónde está?” El esfuerzo se corona en el restaurante más jíbaro con camarones al ajillo, arroz con habichuelas y un café cargado de leche, con pan dulce llamado “brazo gitano”. ¿El fuerte del Morro?, es una sólida señal de la colonia que ahora se llama Vieques bombardeada, base militar Roosevelt o Buchanan, cuidando todas el Atlántico y el mar Caribe para los imperios en turno.

Es verdad, las urbes del planeta parecen condenadas a igualarse, pero detrás de un McDonald’s o un shoping center se encuentra el lado original de los pueblos. En Puerto Rico, además, abunda saludable el “Coquí”, zapito cancionero único en el mundo; todas las noches entona, coquí, coquí, desde edificios globalizados o bohíos en extinción, su canto sigue a pesar de las conquistas de Ponce de León, de la armada norteamericana, el cablevisión o las estaciones de radio que ahora emiten canciones navideñas… pero con ritmo de merengue. ¡Ave María!
——–

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