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NARRACIÓN

Gloria soñaba con vivir con El Caray en Santa Mónica. La apodaban La Glorieta porque abusaron de ella, siendo muy joven. A su hijo lo llamaron con crueldad La Penca. Tejió miles de colchas sin jamás ver un centavo por ellas. El Caray la engañó, como todos.

Por Alejandro Morales.

En el jardín surtido de rosas, amapolas, claveles, gladiolas, azucenas, hortensias, azaleas, alcatraces, campanillas, bugambilias, magnolias y dalias me senté, como solía hacerlo cada semana, con mi madre. Allí la tenía, delante de mí, bajo la sombra fresca del antiguo aguacate.
Mi madre y yo nos quedamos sentados por media hora, inmersos en la frescura y el silencio que, por años, junto con sus frutos, nos obsequiaba aquel árbol inmenso.
Del patio vecino, por entre dos hortensias de flores color de rosa y azul, apareció El Mocho, un perro viejo que había nacido con una de las patas delanteras más corta que la otra. Mi madre y yo lo contemplamos renquear hacia su bote de agua, colocado cerca de nosotros bajo la sombra del aguacate. El Mocho bebió y vino a tirarse a los pies de mi madre. Se lamió las tres patas, cerró los ojos y se durmió tranquilo. El Mocho también tenía su lugar allí, al lado de nosotros.
—¡Qué curiosa anomalía!, le dije a mi madre.
—¿Qué curiosa, qué? Ese perro es una rareza, dijo ella, y le dio una patadita cariñosa.
El Mocho abrió un ojo, se acomodó y, moviendo el cuerpo de un lado a otro, se volvió a dormir. Ahora se le veía la pierna mocha; un tronquito grueso y encallecido.
—Madre, ¿hubo curiosidades en Simons?
—Sí, hijo, hubo varias rarezas o, como dices tú, “anomalías” que vivieron en Simons. ¿Qué no te acuerdas de ninguno? Yo los conocí a todos. El Viejito, El Jorobado y El Terremoto eran hombres fenómenos, hombres no naturales. La Bigotes y La Penca, en cambio, eran una muchacha y un muchacho cuyas irregularidades eran naturales.

La Penca, sobrevivió insultos, bromas y golpizas

—¡La Penca! Me reí. ¡La Penca, qué gracioso apodo! ¿Qué tenía La Penca, madre?
Yo imaginaba a un hombre gordo con un cuerpo deformado en forma de una penca de nopal. “¡La Penca!”, repetí el nombre para reírme de nuevo.
—No te rías hijo, si no era tan chistosa la condición de La Penca. De niño fue feliz, mas de adolescente sufrió mucho, sobrevivió insultos, bromas y golpizas, y de adulto su sensibilidad por las muchachas bellas jamás fue correspondida— dijo mi madre con algo de tristeza en su voz.
—Dime más de La Penca, madre. ¿Quién era? ¿Dónde vivía?
—Sí, La Penca. Bueno, hijo, La Penca vivía por la Maple, muy cerca de aquí. Vivía con su mamá y su papá hasta que se fue a estudiar a la universidad. Su madre era una muchacha muy jovencita, se llamaba Gloria, pero después de que los jóvenes abusaron de ella, incluido tu hermano, le apodaron La Glorieta. Tenía unos quince o dieciséis cuando tuvo a David, su único niño. Gloria lo tuvo sola, sin la ayuda de nadie. Era tan esbelta que nadie más que yo se dio cuenta de que estaba encinta. Fue una sorpresa para mí cuando salió un día y fue de compras a la tienda de los Núñez, cargando una mochila de carne y hueso.
Al padre de David le decían El Caray, nunca supe su nombre de pila, ni su apellido. Sólo sabía, por presenciarlo, no por testigos, que era un hombre del silencio. Casi nunca pronunciaba palabra. Parece que hacía un esfuerzo para no hablar. Era veinticinco años mayor que Gloria. Cuando ella dio a luz al fenómeno, se decía que El Caray tenía unos cuarenta y tres años.
El Caray era delgado, güero, con un cabello tan grueso y tan oscuro, que me sorprendía lo negro y brilloso que era. Se lo peinaba hacia atrás, así como las estrellas del cine americano. No era alto, pero sí era un hombre bien parecido. Tenía un carro muy bonito que siempre relucía de limpio. Siempre llegaba con bolsas de comida y cositas para Gloria. Todos los días, menos el viernes, se iba a Los Ángeles. Se decía que trabajaba en Hollywood como subastador, el que cantaba los precios. Había rumores de que ganaba mucho dinero y que era de una familia rica. Circulaban rumores de ese tipo en Simons…
Gloria y El Caray, recién casados o arrimados, rentaron una de las casas de don Presiliano, la que tenía en la Maple. Vivieron allí por unos dos, tres años, pero se mantuvieron alejados de la gente de Simons.

Montones de colchas maravillosas era la labor de Gloria

Yo conocí a Gloria en la tienda de los Núñez. Me preguntó cómo se hacía un caldo de res. Yo me ofrecí a ayudarle, a enseñarle cómo hacerlo del principio hasta el final y me invitó a su casa. Al entrar a su casa quedé verdaderamente sorprendida. Su casa estaba muy bien cuidada y ordenada. De afuera era común y corriente, como las otras casas en la calle Maple, pero adentro tenía unas alfombras chinas tejidas de primerísima calidad, cada cuarto estaba decorado como si unos de esos decoradores profesionales se hubiera encargado del proyecto. Y en cada cuarto había montones de colchas maravillosas.
En hacer colchas bonitas, trabajaba Gloria. Me dijo que había tejido miles de colchas y que El Caray, en su trabajo, las vendía a un costo muy alto. Pero, y aquí está el detalle, ella jamás había visto ni un centavo del dinero que él ganaba.
Al escuchar aquello, me enojé. El Caray era un explotador, abusaba de esta niña forzándola a vivir así, trabajando todos los días, produciendo colchas para que él se hiciera rico.
Con el tiempo, El Caray empezó a faltar de la casa unos dos, y a veces, tres días. Le dijo a Gloria que había conseguido un trabajo con la mejor subastadora del mundo y que tenía un pequeño apartamento cerca de la oficina matriz en Santa Mónica. La compañía se llamaba Sothebys.
El Caray le prometió que en el plazo de un año podría rentar un apartamento más grande para los dos y que entonces ella podría irse con él. Después, El Caray solía venir sólo dos o tres días por semana. Y, al volver a Santa Mónica, se llevaba docenas de colchas. Llegó el día en que vino en un troquecito pick-up nuevo y lo llenó de colchas. La pobre Gloria acolchaba y acolchaba. Yo le decía que dejara de trabajar tanto, que le iba a causar reumatismo y dañarle los ojos. Ella no me escuchaba y seguía acolchando, a veces hasta muy noche.
Lo hacía porque soñaba con vivir con El Caray en Santa Mónica, en un apartamento bonito, cerca de la playa. Allí sería feliz con el hombre a quien amaba con toda alma y corazón. La suerte de Gloria era que tenía un alma pura y un cuerpo tentador.
El Mocho se levantó de repente, se sacudió y buscó de nuevo la tierra húmeda debajo de las flores azul-moradas de las hortensias. Mi madre aprovechó esta interrupción en la serenidad del jardín para darle una chupadita a su soda, y luego siguió hablando. —A ver, ¿dónde estaba? Ah sí, pues las visitas de El Caray cada vez se hacían menos. Venía a quedarse una noche y en la madrugada se iba con el troquecito repleto de colchas preciosas.

Alejandro Morales, reconocido escritor chicano y maestro de literatura en University of California en Irving. Este fragmento de “La penca” forma parte de su novela más reciente: Pequeña nación (Editorial Orbis Press, 2005). Contacte a Alejandro Morales: amorales@uci.edu

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  2. Sep 11, 2010: CULTURAdoor » » Culturadoor 45
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