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Por María Sergia Guiral Steen

¿QUÉ HACÍA AQUÍ? ¿QUÉ DEMONIOS PRETENDÍA VISITÁNDOME EN MI TIEMPO TRANQUILO, EN MI TIEMPO, MUY MÍO, SI YO NO LO INVOCABA? ¡SI NI SIQUIERA DESEABA RECORDAR SU ROSTRO!

Me tomó de sorpresa. Me encontraba soñando en blanco o quizás en azul, así, sin disonancias. De repente lo sentí, lo oí, casi lo vi. Escuché el contacto metálico de llave y cerradura: nítido. Desde la cama, presentí sus pasos. Para entonces ya había imaginado la entrada y el ataque en la habitación. Me preparé a chillar. Desolada, miré al marco de la puerta esperando que asomara, la cabeza, primero.

A cien por hora, mantenía una respiración silvante, conteniendo el mínimo sonido. ¿Habrá alguien? ¿Algún ser que me abrace para saberme viva? Y más aún, alguien que me dé…un beso; que me preste un contacto suave, húmedo y caluroso: vapor de humos de una boca amiga, ¿de un humano cualquiera? Si ese eres tú y me presientes, dame tu mano; sácame del horror en que estoy, ¡dime algo!

Desperté de mi sueño y siguieron los días y yo tratando de averiguar quién sería el hombre misterioso. ¿Lo soñaré de nuevo? Quería asegurarme de que había sido solamente una visión, algo irreal que nunca más pertubaría mi vivir diario. En realidad, empezaba a confundirme entre el momento soñado y el otro: el monótono, el que se repite para asegurarnos que somos y existimos. Sí. Quería saber más, y para eso, tendría que recurrir al sueño, a una noche de zozobras y de evocaciones; al menos, para preguntarle a aquella aparición por qué penetró mi morada plácida.
Volví a soñar. Este era otro hombre. Lo conocía por malos recuerdos, aunque no me habitaba. ¿Qué hacía aquí? ¿Qué demonios pretendía visitándome en mi tiempo tranquilo, en mi tiempo, muy mío, si yo no lo invocaba? ¡Si ni siquiera deseaba recordar su rostro! Me volví gritando hacia dos sombras rezagadas: “¿Pero es que no se había muerto? ¿No recuerdan ustedes?”

De nuevo, el sol, el día y todo lo demás, me sacó de mi diálogo interno. Ah, ya sé quién era—me dije; tengo que ahuyentar sus pasos, sus llamadas nocturnas de cabaretero, sus insinuantes palabras obscenas, sus requerimientos. ¿Por qué me sigue si yo ya no le tengo miedo? ¿Por qué habita mis sueños y me deja exhausta con despertar de luna llena, sin fuerzas para seguir mi curso monótono diario, mi feliz sosiego? Le voy a plantar cara la próxima entrevista.

Estaba yo, no sé dónde, en la azotea de la casa, creo, cuando me di cuenta de que los pijamas—colgados de manera extraña—estaban estirados; me pregunté quién habría entrado otra vez a manipular mi ropa interior limpia; la que se quedó sin colgar. Nadie a mi alrededor; aunque vi la puerta medio-abierta.
Salí a la calle y tropecé con uno—tal vez el de los pijamas; era más bien bajo. Se me aproximó con aires de matón, proponiéndome una salida divertida. Le pregunté si era él también, el del primer sueño. Me dijo que imposible. En la fecha que leía en mis adentros, se hallaba en Singapur. Después le pedí que explicase su postura de conquistador, sabiendo que a mí me irritaba tanto. Insistió de nuevo en que ni era el primero ni el segundo, sino que acababa de llegar al sueño.

De momento, le dije, lárgate amigo que no me haces ni puñetera falta; y que te conste, que creo que tienes algo que ver con el segundo; aunque, pensándolo bien, eres más bajo. No se dejó intimidar e insistió en si me interesaba la propuesta; tenía demasiado que hacer para perder el tiempo. ¿Por qué no me dejarían en paz éste, el otro y el de más allá?

Las 7. Café, tostada, coche, cartera abrigo y…acelera. Doblé la esquina y en mi estupefacción se había colocado, el del último sueño, en medio de la calle; dirigía el tráfico de niños a la escuela. ¿Pero será posible que el tipo ese se haya salido de mi sueño y así, por la buenas, se me presente haciéndose el humanitario? Me entró terror y un gran agobio; sentía acoso, invasión y miedo a que algo me robaran. Me volví a casa y decidí coger a los niños y llevarlos muy lejos. Los puse, arropados de invierno, en la parte de atrás del coche; dos creo. Tiramos carretera arriba y una curva tras otra parecían juntarse la derecha y la izquierda hasta quedar unidas en un punto. Vi cómo el conductor de otro coche descendía y se tiraba o bajaba a un barranco. Hice lo mismo. Saqué a los niños. A pocos pasos encontramos un poblado, luego de cruzar un espacio yermo.

Y vuelta a las andadas. Se me está confundiendo todo: noche y día. Ayer los vi a todos ellos reunidos en mi casa. El problema es que no sé que querían. El primero, el bajo y el que dijo no saber nada. Estaban reunidos discutiendo, ¿de qué? Yo lo único que quería saber—les dije—era si eran el mismo o no. Quizás yo me había asustado sin justificación alguna, a causa de la píldora tomada. No hubo contestación.

Lo que me irrita es que con píldora o no, sacaron de mi mundo interior algún duende escondido. En realidad, pensé, no le había dado tiempo a que entrara en el cuarto al de la pesadilla primera; ni le había visto la cara.
Decidí brindarle otra oportunidad y lo quise soñar. Noche tras noche me disponía a descubrir aquel pigmento de mi imaginación, pues, francamente, no me dejaba seguir la rutina diaria. Quería que manifestara su Intención para saber si mi miedo estaba bien fundado o no.

Sin ningún éxito, volví a quererlo encontrar de noche y no venía. Entonces tuve la intuición de que tal vez no quisiera enfrentarse a solas conmigo y decidí convocarlos a todos. Llegaron juntos. No sé quién era quién; me daba igual. El bajo no resultó tan bajo, el segundo seguía con sus piropos y pamplinas, pero el primero no me daba la cara. Le pedí que se volviera y me reí. ¡Vaya tipo tan dengue y poca cosa! Se mostró muy tranquilo aunque poco sincero; meloso, diría yo más bien. Dijo que habíamos estado casados y aquel día del susto intentaba proponerme que quería volver, aunque estaba borracho—sería el olor del alcohol lo que me descompuso; lo conocía bien de antes.

Los miré a los tres. Resultaban monigotes risibles. Creo que eran un mismo personaje en tres formas. Tres sombras que por varias razones se habían traspasado en mi sueño a hurtadillas, sin mi consentimiento. Se negaron a aclararme el por qué de su presencia—aparte de lo que insinuó el primero sobre un posible matrimonio.

Está bien—me dije. Les daré cita en el pozo del patio, donde tengo las flores; el pozo de mis secretos íntimos. Y si no tienen nada más que alegar sobre su visita, los invitaré a beber de sus aguas mansas. Si no lo hacen, me daré cuenta de la intención que llevan.
En el encuentro, que tardé en convocar una semana, se negaron en rotundo a aceptar mi sugerencia. ¿Tenían miedo? De cualquier manera, les dije que—mientras se aclaraban—se sentirían más cómodos sentados en el hueco interior de la escalera hacia el fondo del pozo. Podían descender por la parte derecha. Cuando se decidieron, como pude, los empujé hacia adentro.

A los dos días, me asomé y escuché a manera de cinta repetida: “No te preocupes…; ya no existen… Están helados hasta que tú decidas su futuro… Los tres eran solamente uno…”
¿Cuántas horas llevaría en la cama? No oí el despertador. ¿Las 12? Me sentía helada. Edredón, sábanas y mantas quedaban a uno y otro lado. Marzo y titiritaba. Miré a la puerta. Contra el marco, con llaves en la mano, se apoyaba el que no dejé entrar al principio de mi pesadilla. Lo conocía. ¡Qué horror! Me había dejado puestas las llaves en la cerradura. ¡Es que soy! ¡Bueno! ¡Con este ajetreo de vida, ni me aclaro!

Se acabó—le dije. Salté precipitada. Le quité las llaves y lo invité a salir, no muy cortésmente. Después, di un portazo a la puerta de la casa y a todas las demás.
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Este cuento forma parte del libro Ropa limpia y otros cuentos escrito por la autora; mayor información en www.orbispress.com
Contacte a María Sergia Guiral : msteen@uccs.edu


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