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CUENTO

¿Y yo, que me esforcé para que la muchacha se pusiera grande y bonita? ¿A mí, qué me toca?

Por Oscar L. Cordero

¿Su nombre?

—José de la Luz Pérez

—Bien, señor Pérez. ¿Sabe por qué está usted aquí?

—¡Claro! porque me trajeron, no ha de ser por mi gusto.

—¿Sabe el motivo por el que se procedió a su arresto?

—Yo que voy saber, de repente llegan unos gorilas y me sacan a empujones de mi casa. ¿Yo qué quiere que sepa? Les pregunté que por qué y me dicen que aquí me decían. Yo le pregunto a usted, ¡y usted me pregunta a mí! Pos ¡así me lleva pifas!

—Bien, señor Pérez, hay una denuncia en su contra. Se le acusa de incesto…

—¿De qué?

—De incesto.

—¿Si, y qué es eso?

—Que usted ha estado teniendo sexo con algún miembro de su familia.

—Claro, con mi esposa, y no nada más yo, todos hacemos lo mismo, pos ¿qué mi vieja no es mi familia?

—¡Usted ha tenido sexo con una de sus hijas!

—¿Quién le dijo eso?

—Su propia esposa.

—¡Ja! Esa deschavetada. ¿Qué no dirá?

—¡Ah maldito, desgraciado! ¡Ahora dice que la deschavetada soy yo!

—¡Espere!, señora, le estoy tomando declaración a él, por ahora, usted guarde silencio… por favor.

—Bien, señor Pérez. ¿Qué tiene que declarar en su defensa?

—Pos no sé. Si porque se equivoca uno de vieja una vez, ya es uno lo esto y lo otro…

—¡Espere! ¿Cómo está eso? ¿Cómo que se equivocó de vieja? Explíqueme…

—Pos, fue una equivocación. Fue la noche que estuvo lloviendo mucho. El techo empezó a gotear por todas partes, y una de mis hijas se subió a la cama con nosotros porque donde ella dormía había goteras y pos, no sé, yo estaba dormido, y ya ve usted, uno de repente se pone… usted sabe…medio “candoroso”, y pos… la cosa pasó… confundí a mi hija con mi vieja y como yo estaba medio borracho… pos… con más razón.

—¿Acepta usted que sí es cierto de lo que se le acusa?

—¡No!

—¿Cómo que no? Si usted me está diciendo cómo sucedió el hecho.

—Es que yo no soy responsable de lo que pasó, por que yo no estaba en mis tres sentidos.

—No son tres, ¡son cinco!

—¿Ya ve? ni siquiera sabía cuántos son.

—¡Pero qué desvergüenza tener sexo con su propia hija! ¿Qué no le dolió el corazón o la… conciencia?

—Un poco la cintura… nomás.

—¡Marrano! ¿Ya ve lo descarado que es, señor juez?

—Espere usted, señora. Déjeme terminar de oír su declaración, después sigue usted. ¿Está bien?… ¿Qué me estaba diciendo Don José?

—Pos, que yo no soy culpable de esa chingadera de…de incierto que usted dice.

—¡De incesto, animal! Y más vale que cuide su hocico. Aquí no es corral de vacas para que usted esté hablando así, ¡troglodita! Además, aquí está la señorita secretaria y esto es la oficina del ministerio público.

—Yo lo que le veo es más cara de “pública” que de secretaria, por la falda tan cortita que trae.

—¿Qué dijo barbaján? Usted de plano está provocándome para que lo remita de inmediato a separos, ¿verdad, Don José?

—Yo sólo estoy diciendo lo que puedo decir, pues vivimos en un país libre, donde podemos decir lo que pensamos, ¿no es cierto, señor?

—Está bien, necesito saber según sus palabras cuál fue el motivo o razón de que sucediera el incalificable hecho. Dígalo.

—Yo no lo veo nada de incalificable señor, yo más bien le llamaría “confusión” nada más.

—¡No le crea señor juez! No hubo confusión. Bien sabía lo que hacía. Esa noche ni se emborrachó, estaba bueno y sano, ¡el maldito! Como a mí ni se me acerca el muy… ¡Claro, quiere puras muchachas jóvenes, nada pend…!

—¡Señora! ¡Ya le dije que espere su turno!

—Entonces, Don José, usted entiende que lo que hizo es una cochinada ¿No es así?

—¡Qué no! ¿Qué no entiende que fue un accidente? Ya le dije que estaba dormido, con una chin…además ¿cómo asegura que yo sabía que eso está mal? Acaso usted fue a educarme a mi casa y a decirme que “eso” estaba mal. ¿Puede usted probar que yo sabía eso?

—Porque eso es natural, Don José. Simplemente no se debe hacer. Nadie tiene que decírselo a nadie. Así cómo un niño aprende a caminar sin que alguien le diga que tiene que aprender, él lo aprende en forma instintiva. Lo intenta por sí solo. Eso es natural. ¿Me entiende?

—Entiendo, pero también vea mi situación, está medio difícil. Usted sabe cómo está mi hija de cuerpo, ¿qué no?

—Si, está muy bonita y tiene unas piernas que le quitan la tranquilidad a cualquiera. Yo lo sé.

—Pues, son chingaderas que de repente llegue un desconocido y ¡tómala! Mire, ¿quién se ha puesto la friega de mantenerla desde chiquita? ¿Quién se ha desvelado por años cuando ella se enferma? ¿Quién ha trabajado toda su vida para que a ella no le falte nada, comida, vestido, diversiones etc… a lo largo de quince años? Y precisamente, cuando el fruto de todos esos esfuerzos y preocupaciones se traduce en una muchacha hermosa y con un cuerpo así, en ese momento se aparece un “babaluchas”, que lo único que tiene es que está tan peludo como un chango, y resulta que a la muchacha le gustan así, peludos, ese cabrón chango no va a tener ninguna dificultad para subir a la muchacha al carro y llevársela a algún arroyo fuera del pueblo a hacerle todas las marranadas que un cabrón d´esos es capaz de hacer, usted me entiende… quiero decir… ¿y yo, que me esforcé para que la muchacha se pusiera grande y bonita? ¿A mí, qué me toca? Pero, aún así, cuando eso pasó no fue mi intención. ¡Me equivoqué de vieja! Errar es de humanos. ¿O no?

Oscar L. Cordero es autor de Entre la Sed y el Desierto. Su obra más reciente es la colección de cuentos De mi Tierra al Espacio. Para adquirir sus obras llame: En Phoenix, Arizona: 602-977-0406 y 602-264-5011. En Hermosillo, México: 662-285-1080. En Internet: www.orbispress.com


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