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TRADICIONES MEXICANAS

Era el término de la faena de estos niños agricultores, últimos en el pueblo que ya se acabó invadido por la metrópolis de la Ciudad de México.

Por Mayo Murrieta

CIUDAD DE MÉXICO.–Sentados en una costalera de haba, maíz y frijol tomábamos pulque don Pablo Galicia y yo en la casa vieja de don Agustín Alegre del pueblo de Coatepec. El portal mira a las tierras de siembra de temporal que no tienen fin hasta que suben al cerro del Telapón, altísimo bosque de pinares que baja al poblado de Río Frío por el antiquísimo camino real a Puebla.

Se ven negras incrustaciones de piedra labrada en las paredes de adobe del portal, son máscaras amenazantes que dan la bienvenida a los bebedores de pulque de este alegre tinacal situado en un rincón de la troje.

Bardomiano Alegre, el tinacalero, sirve en jarros de brillante barro litros de pulque agridulce, espeso, blanquísimo que te alegra, vivifica por su amor al campo y te hace platicador. Nosotros sacamos las sillas al patio para ver el cielo estrellado de la noche que iniciaba su apacible cobijo. A la mitad del jarro llegaron los sembradores con las mulas y sus aperos. Dos niñas y su hermano menor regaron maíz por el suelo que las bestias comieron ávidamente, luego las llevaron jalando al pilancón de agua fresca. Era el término de la faena de estos niños agricultores, últimos en el pueblo que ya se acabó invadido por la metrópolis de la Ciudad de México.

Los niños reciben de su padre un litro de pulque y lo toman reposadamente; miro a la niña más grande, morena, delgada, musculosa, de enormes ojos tranquilos y cabello largo. Calza tenis y pantalón de mezclilla. El pulque la repone y va a la cocina para saborear un mole de olla con calabacitas tiernas de los surcos de maíz, platillo tradicional que se acompaña desde hace siglos con pulque en este pueblo de Coatepec. Me inunda una suavidad apasionada al ver esta escena rural.

Cuántos no la añoramos estando lejos de nuestras querencias de pueblo, casa y familia.

Así viven sus últimos tiempos cotidianos estos pueblos mexiquenses que visito desde hace cuatro años haciendo mi investigación denominada “Los últimos rurales”. Sin pausa van acabándose irremediablemente.

Hace unos veinte años eran región de grandes cosechas de frijol, cebada, maíz, y de producción lechera en pequeños ranchos diseminados por todos rumbos de las planicies que toman asiento entre las colinas, ahora inundadas de enormes fraccionamientos habitacionales para gente de ciudad que llegó para aislar viejos pueblos con más de mil años de existencia, y rodearlos de vida urbana caótica y desplazante por su mecanismo inhumano y pragmático.

La gente que se desplazaba por caminos de antiguas andanzas, cruzaba sembradíos, barrancas, senderos de pirúes yendo y viniendo a las fiestas de los santos patronos, de Amecameca a Texcoco, y más allá hacia Cuautla, Tepalcingo, ciudad de México a la Villa de Guadalupe, romerías de caminantes ayate a la espalda, de burros cargados, carretas llenas. Eran tantos los arrieros y su mulada, entrando y saliendo de los mesones. Gente en bicicleta o en caminos cargados de cereales. Unos a otros se visitaban en los pueblos de Coatepec, San Vicente Chicoloapan, San Francisco Acuautla, Ayotla, Ixtapaluca.

Descansaban bajo los fresnos a orillas del camino real, mirando las reliquias paredones de las haciendas que en otros días ofrecieron trabajo a los abuelos campesinos. Visitar Chalco y San Martín Texmelucan al trueque de productos del bosque (leña, carbón, ocote, tejamanil, costera) por abarrotes, manta y huaraches, sin di-nero, nomás al cambio. Por el trueque de campesino y tendero del pueblo vivieron por muchos años las familias de estos pueblos mexiquenses, tan laboriosos, fiesteros, creyentes y de sobrada bondad. En el tlecuil ardiendo y a orillas del metate donde la mujer amartajaba el nixtamal para la tortilla con salsa verde y charales, y cocía la tamalada con sal para el mole del convivio.

Pueblos por donde ando, bebiendo pulque con don Pablo Galicia de Chicoloapan, recordando las aventuras del abuelo Benjamín Galicia que tuvo más de diez mujeres con las que se entendió y poco más de cuarenta hijos que jamás negó; propietariodel rancho El Herradero en la ribera del lago de Texcoco que daba tantos animales de comida como gallinas de agua, tortugas, patos, aguautle, chichicuilotes, hortaliza, zarceta. El viejo se enredaba en la cintura una “víbora” repleta de monedas de oro con la que traficaba terrenos, casas, ganado, cosechas enteras que guardaba en su casona de seis trojes, enorme huerto y pesebrera atrás. No sin recordar también a don Ezequiel Mecalco, arriero de Coatepec transportando a pueblos y haciendas zacate, pulque, carbón, madera, y trayendo de tierra caliente aguardiente y frutos del trópico, sin tocar ciudades, puro mesón y pueblo.

Sacrificaba reses y puercos en su casa, tenía su horno carbonero doméstico, sus cajones de abeja, y un montón de idolillos de barro encontrados bajo la cuchilla del arado. En su casona frente a la barranca hizo varios senderos con cientos de meclapiles (mano de metate) que halló en cuevas, entierros, santuarios aztecas. Visitaba el cerro de Tláloc donde se paró el águila primero que en Tenochtitlán, y los tlalocas (el mejor guerrero tigre) empezaron a construir la gran ciudad de lo que quedó sólo unas grandes avenidas de piedra.

Orgullo mexiquense venido abajo por el arrasamiento de la metrópolis, y yo intentando rescatarlo como un digno pasado que vivieron los abuelos, una identidad que va desconociéndose por el olvido, que lo más importante es el presente y el futuro que procrea la tecnología maquinal de la modernidad global y anónima que viene de las metrópolis como asalto.

Esta gente de pueblo que va consumiéndose a la moda ingiriendo cultura urbana que la ahoga y desperdicia, y yo en el intento que no desfallezca en su presente, alentándola a que recuerde como defensa de lo irreparable. Se acaban los pueblos atrapados en la modernidad de las ciudades, ahora se miran grandes playas de consumo capitalista, altos edificios de especulación empresarial, autopistas, parques industriales, colinas inundadas de precaristas con su pobreza, lotes de chatarra industrial, caos vial, inseguridad y drogas por las esquinas. Los pueblos, en respuesta desesperada sólo dejan ver como última huella las cruces de sus iglesias a las que se arremolinan a rogar a Dios no perderse en el olvido del pasado…

Conctacte a Mayo Murrieta: marj0937@prodigy.net.mx


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  2. Oct 10, 2010: CULTURAdoor » » Culturadoor 53
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