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CUENTO

Por Óscar L. Cordero

El jinete se detenía el sombrero con la mano izquierda mientras el caballo volaba a todo galope por el camino a Chimayo. La débil luz de la luna hacía resaltar el camino en la obs-curidad de la noche, camino que bajaba del rumbo de las montañas Sangre De Cristo. Era fácil entender que jinete y cabalgadura conocían bien el camino o algún extraño poder los guiaba, porque parecían no necesitar la luz para ver. La única vez que aminoraron el paso fue al cruzar el Río Chama, una vez que lo cruzaron, continuaron su desenfrenada carrera. Al llegar a una de las casas de la orilla del pueblo, el jinete desmontó y ató su caballo a uno de los postes de la cerca de alambre que rodeaba la casa. Brincó la cerca y llegó a la puerta del patio trasero. Sacó una barra de acero y forzó la aldaba, una vez dentro, encendió una vela, y se dio a la afanosa tarea de buscar algo; removió ropa de los cajones del ropero, anduvo por la cocina, estuvo en el baño y, cuando pareció que hubo encontrado lo que buscaba, volvió a poner todo en su lugar. Estuvo observando todo alrededor por un momento y se dio el gusto de tirarse en la cama. Asi estuvo por unos instantes hasta que escuchó ruidos afuera. Se incorporó y salió por la puerta que daba al patio trasero. Llegó a su caballo, puso una pequeña bolsa en las alforjas de su montura, montó y picó espuelas.

Joe permanecía en ansiosa espera. Se había apeado del caballo y caminaba desesperado de un lado a otro. Cada fumada que le daba al cigarro hacía que la roja brasa alumbrara su maltrecha cara atravesada por un bigote gris que le cubría todo el labio superior el cual lo hacía verse más viejo de lo que realnente era. Lanzó el cigarro al suelo, malhumorado. Ya se disponía a montar para largarse de ahí, cuando escuchó, a lo lejos, el galope de un caballo. El jinete frenó violentamente a escasos pasos de él.

—Por poco y me echas el caballo encima, Ramón.

—Usted me dijo que me diera prisa ¿Qué no, patrón?

—Tienes razón. ¿Cómo te fue?

—Traje todo lo que me encargó, sólo que estuve a punto de que me sorprendiera en la ratonera, Mina volvió antes de lo previsto y apenas tuve tiempo de salir sin problemas.

—Dame las cosas y vete a tu casa, Ramón, te veré mañana, yo tengo que ir a casa de la bruja, tú sabes que me encargó estas cosas para el trabajo que me va a hacer y ya se está haciendo tarde. Joe montó su caballo y en lo que dura un suspiro se lo tragó la obscuridad de la noche.

—Aquí está todo lo que me pediste, vieja loca: la foto, ropa interior y el peine con algo de su cabello.

—Déjame todo aquí y vete ya, Joe, necesito hacer esto yo sola.

—Yo pienso que es mejor quedarme, vieja bruja, con las ganas que tengo de que se me conceda, a lo mejor mi presencia y mis ganas le dan más fuerza a tu “trabajo”.

—Que te largues de aqui, te digo. La presencia de un comerciante leonino como tú no puede ser de ayuda alguna para un trabajo de éstos. Te conviene más volver a tu tienda a seguir dando kilos de ochocientos gramos.

—Cómo serás habladora vieja cara de muerta de ocho días.

—Y tú has de estar muy guapo, viejo cuerpo de sapo. Tan chulo estás que para poder conseguirte a esa muchacha, tienes que venir a suplicar mi ayuda, hocico de marrano. ¡Lárgate ya! si quieres que te haga el trabajo pero, primero, deja mi paga sobre la mesa. No te irás a quejar de lo que te cobro. ¿Verdad?.

—Si no fuera porque con Eloísa se me concedió. Por eso sé que tienes pacto con el malo y porque cuando quieres lo logras, vieja infernal.

—¿Recuerdas que Eloísa te odiaba? Nunca supe qué le hiciste, pero tú eras el hombre al que ella jamás se hubiera unido así hubieras sido el último hombre sobre la tierra.

—No me odiaba, lo que pasa es que yo le insistía mucho en que aceptara mis ofrecimientos.

—Y claro, la hartaste hasta más no poder. No entiendo cómo un hombre de tu edad, de tu experiencia, desconoce la forma de ganarse la voluntad de una mujer.

—Eloísa sabía que era muy codiciada y por eso se hacía la difícil.

—La miel no se hizo para los burros.

—Pero, qué tal que finalmente cayó en mis brazos.

—Por el trabajo que yo hice, no por otra cosa.

—Mejor me voy porque para hablar nadie te gana.

—¡Ya lárgate! Diantre de árabe desvelado.

Oscar L. Cordero es autor de Entre la Sed y el Desierto. Su obra más reciente es la colección de cuentos De mi Tierra al Espacio. Para adquirir sus obras llame: En Phoenix, Arizona: 602-977- 0406 y 602-264-5011. En Internet: www.orbispress.com.


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  2. Oct 10, 2010: CULTURAdoor » » Culturadoor 54
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