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PRESENCIA

No sé por qué hay ocasiones en las que las noticias se te meten en lo más profundo de tus huesos. A lo mejor por eso todos sentían tanto el frío ese día en la iglesia, más de la cuenta.

Un Cuento

Por David Alberto Muñoz

Aquella mañana hacía mucho frío. Te quebraba literalmente los huesos. Además, un viento helado de los mil demonios soplaba tocando acordes con los hormigueros urbanos construidos por el hombre, intentando crear una melodía que los protegiese de las impertinencias del tiempo. Los dientes te temblaban con pavor, mientras que ni siquiera el sol lograba calentar a los presentes dentro de la iglesia Santo Sabás Reyes Salazar, quien de acuerdo con la misma institución católica apostólica y romana, en 1927 fue arrestado por el general Juan B. Izaquirre, miembro de las fuerzas federales, hombre de dedicación a su patria, carácter recio, y la curiosa peculiaridad de no creer en Dios.

Todos sus soldados le decían:

—¡El padre Reyes es inocente mi general!
—Sí, es el sacerdote del pueblo, nada más. No ha hecho nada. Dicen que de chico era medio lento para los estudios, pero le macheteó y finalmente pusieron a su cargo esta iglesia.
Izaquirre ni siquiera parpadeaba.
—¡Me importa madre! Hay que matar a todos los frailes junto con todos los que anden con ellos. Esto es una guerra. ¡Yo no voy a perdonar a fracasos de hombres nada más porque quieren esconderse detrás de una falda!
—Es sotana mi general.
—¡Pues lo qué sea! ¡Amárrenlo al pilastrón!
Sabás Reyes fue victima de vejaciones y burlas por más de cuarenta horas, para después ser conducido al cementerio donde los ultimaron a balazos. Dicen por ahí que antes de morir grito:
—¡Viva Cristo Rey!
Viva Cristo Rey…

***

Sonó el teléfono.
Me levanté más dormido que despierto para contestarlo.

—Bueno…
—¿Salvador?
—¿Sí dígame?
—Soy yo, el hermano de Miguel. Perdona que te hable a estas horas pero…
—¿Qué pasó?
—La madre de Rodrigo falleció ayer por la noche.

Cuando escuché la noticia me dieron ganas de llorar.

—¿Qué? ¿Estás hablando en serio?
—Sí Salvador, Doña Elena falleció. El funeral va a ser pasado mañana en la iglesia de Sabás Reyes.

No pude hacer otra cosa más que contener el llanto.

—Gracias Miguel…ahí estaré.

No sé por qué hay ocasiones en las que las noticias se te meten en lo más profundo de tus huesos. A lo mejor por eso todos sentían tanto el frío ese día en la iglesia, más de la cuenta.

Llegué al funeral a tiempo, había unas cuantas personas, pero poco a poco empezaron a llegar. Unos intentaban sonreír, otros lloraban compungidamente; los niños jugaban alrededor del ataúd; las parejas se refugiaban en los brazos los unos con los otros mientras que los curiosos se hincaban a media calle con las manos en señal de oración al ver pasar el féretro.

—No todas las madres son buenas.
—¡Tampoco todos los hijos!
—Bueno no te enojes, nada más lo digo por decir algo.
—¡Mejor cállate! No sabes respetar.

Cuando entré en la iglesia le llevé un ramo de flores a la fallecida. Le acaricié la frente. Estaba fría como el mismo hielo. Hasta pensé que si no le habían puesto unos calcetines para que no tuviera tanto frío.

—No seas idiota, la señora ya estaba en su santa gloria.
—¿Cómo en su santa gloria?
—¡Pues que Dios la tenga en su santa gloria!
—Ah…
—La muerte es una cosa muy rara. Te duele tanto cuando tus seres queridos se van. Ya no los vas a ver más. Me acuerdo cuando se murió mi tío Genaro. ¡Cómo me dolió! Estaba yo muy chico pero me di cuenta de lo qué estaba pasando. Él era el único que jugaba conmigo.
—Cuando vi el cuerpo de Doña Elena, no sé, me estremecí, y pensé en mi propia madre.
—Pues el general Juan B. Izaquirre se portó bien cabrón con el pobre Sabás Reyes, dicen que lo dejaron expuesto a las inclemencias del tiempo, y que por las noches le quemaban los pies, las manos, cualquier parte del cuerpo. Lo peor de todo es que cuando sus feligreses le pidieron que huyera, él nada más dijo:
—A mí me dejaron encargado, y no sale bien irme. ¡Dios sabrá!
—Eso yo no lo entiendo.
—A veces nadie entiende.
—Todos vamos para allá.
—¿Qué se sentirá?
—Es como una puerta negra, un telón que nos lleva a otra escena pero ya no es de nuestra vida. Los funerales y todo eso más bien es para los que se quedan. Los que se van ya están en mejor lugar.
—¿Cómo sabes que es mejor?
—No sé…por fe…
—¿Viste las fotos?
—Sí.
—Todos fuimos jóvenes alguna vez. ¡Qué bonita era Doña Elena de joven! ¿No?
—Sí.
—¿Por qué Sabás Reyes no se fue en lugar de quedarse ahí esperando a que lo mataran?
—Porque Viva Cristo Rey.
—¿Y Doña Elena?
—Doña Elena se murió.
—El sacerdote ahora es un mártir.
—Unos buscan la muerte y a otros les llega

Otros claman justicia en medio de quimeras
No se puede entender, es la fuerza de la vida
Es un general, una madre y un sacerdote
Fusionados el uno con el otro, sin saber
Que todos ya llegamos a entender
Que nada se esconde detrás del grito Viva Cristo Rey.

—¡No seas irrespetuoso! ¡Tú y tus poesías cagadas!
—¿De qué le sirvió a Sabás Reyes morir de esa forma? ¿Y a Doña Elena?
—¿Qué tiene que ver Doña Elena con ese fraile?
—Lo mismo Salvador, exactamente lo mismo, la muerte. Tal vez la única diferencia es que la Doña dio su último suspiro teniendo junto a ella a los suyos. Y el pobre padre…ni siquiera el monaguillo le dio la bendición. Cuando la muerte nos llega no hay diferencias, todos somos iguales. Si tengo suerte mis nietos sabrán mi nombre, pero los hijos de mis nietos no sabrán ni les importará quien fui yo. Sí Salvador, la muerte, la vida es el estar condenado a morir.

Aquella mañana hacía mucho frío.

—¿De qué estás hablando, del entierro de la Doña o cuando mataron a Sabás Reyes?

—Es lo mismo pendejo, estoy hablando de aquella mañana cuando la muerte llega y alguien se va.

© David Alberto Muñoz, Ph.D.
Faculty Philosophy & Religious Studies
Chandler-Gilbert Community College
2626 East Pecos Road
Chandler, Arizona 85225-2499
(480) 732-7173
david.munoz@cgcmail.maricopa.edu


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