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Mis asustados ojos observaban todo lo que había a mi alrededor con creciente estupor. En el interior de la nave todo era blanco: los paneles donde se guardaban cosas, mangueras, manómetros, mingitorios artificiales. Fui a parar a una ventana y, al mirar hacia afuera, apareció ante mí la mitad del globo terráqueo. Asustado y confundido por la ingravidez, me fui hacia atrás, pero no sin haber “adornado” el grueso cristal de la ventanilla con la cena del día anterior. No me cabía en la cabeza. ¿Cómo era posible que yo, un simple jardinero de zonas residenciales del área de Houston, pudiera estar en el espacio haciendo migas con científicos rusos y gringos, efectuando tareas que eran exclusivas de astronautas y de hombres de ciencia?…

Por Oscar L. Cordero

– Desde el estado de Chihuahua, México, Exclusiva de Culturadoor.com-

Día de publicación: 12-Septiembre-2009

Todo me parecía increíble. Mis asustados ojos observaban todo lo que había a mi alrededor con creciente estupor. En el interior de la nave todo era blanco: los paneles donde se guardaban cosas, mangueras, manómetros, mingitorios artificiales. La cocineta sólo era un armazón de pedazos de plástico blanco con orificios que servían para mantener las cosas quietas y así evitar que volaran en todas direcciones. El pegasus era muy amplia y espaciosa. Tenía compartimientos que ni se ocupaban, tal vez en el futuro pensaban aumentar la tripulación. Aunque esta vez sólo éramos tres ocupantes, había espacio como para quince—pensaba yo. Claro que para llevar a cabo la misión que teníamos encomendada, no se necesitaban más que tres personas. Mi impresión era tanta que mis compañeros tenían que llamarme la atención cada minuto, pues no me podía mantener alejado de las ventanillas. Había tantas cosas que ver, como esos huracanes en formación que se venían deslizando sobre el océano Atlántico con rumbo al Caribe. Algunas veces parecían volutas de humo blanco y gris, y de pronto, semejaban espirales con los contornos bien delineados como si hubieran sido hechos a mano. ¿Cómo es posible—pensaba—que esas formaciones de nubes que se veían tan tranquilas—pues aparentemente no se movían—estuvieran generando vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora?

Teníamos trabajo que hacer pero yo no ayudaba, a pesar de que estuve de acuerdo en realizar ciertas tareas. Yo me sentía como lo que era: un turista del espacio. El ruso no decía nada, sería por el problema del idioma pues no hablaba muy bien inglés, o tal vez por su carácter, callado. Hasta donde yo sabía, el ruso era veterano en cuanto a permanencia espacial se refería. Creo que, en su viaje anterior, había durado ocho meses en la ingravidez. Yo sentía cierta simpatía por él a pesar de no saber su nombre, pues, aunque fuimos presentados, nunca se me grabó en la memoria, sería por lo difícil que era el pronunciarlo. El hecho es que él fue el único que me ayudó a limpiar mi vómito de la ventanilla de la nave donde nos pusieron en órbita después del lanzamiento. Al llegar a la órbita deseada, me soltaron de mi asiento de seguridad, y empecé a flotar sin control. Fui a parar a una ventana y, al mirar hacia afuera, apareció ante mí la mitad del globo terráqueo. Asustado y confundido por la ingravidez, me fui hacia atrás, pero no sin haber “adornado” el grueso cristal de la ventanilla con la cena del día anterior.

El gringo, siempre tan metódico y dedicado a las tareas de la misión, me molestaba constantemente, urgiéndome a que le ayudara en esa aburrida tarea de anotar las reacciones de ciertos ratones que estaban siendo usados en un experimento. Consistía en darles, disueltas en agua, unas sustancias químicas que funcionarían como analgésicos y que posteriormente se usarían en humanos.

El pegasus formaba parte de la estación espacial que orbitaba la tierra desde tiempo inmemorial, y había sido habilitada para esta misión específicamente. La misión consistía en crear la más impresionante exhibición de juegos pirotécnicos creados por el hombre: una lluvia de estrellas artificial que se produciría al lanzar desde El pegasus ciertos objetos en dirección a la atmósfera terrestre y que, al penetrarla, arderían cual brillantes y raudos meteoros alumbrando así el cielo nocturno. Se propuso una especie de concurso a nivel mundial para decidir qué objetos se lanzarían. Hubo varias propuestas: los franceses sostenían que usando piedras sería económico y menos peligroso, ya que las rocas al alcanzar altas temperaturas se fragmentarían minimizando así el peligro de golpear a alguien o algo. Los yugoslavos propusieron que se lanzaran tuercas y tornillos, porque así los aerolitos arderían más consistentemente. De paso, se desharían de algo de basura de la que les quedó después de que, a causa de la perestroika, se cerraron algunas de sus fundiciones y siderúrgicas, quedando así miles de toneladas de fierros, tuercas y tornillos oxidados en los patios de sus fábricas. Pero la mejor proposición vino—contra todo pronóstico—de Latinoamérica. La idea llegó por internet de una señora colombiana que aseguraba que la única cosa que debería de arder, hasta fundirse, serían las armas, ya que a causa de ellas su padre y uno de sus hermanos habían muerto en la guerra de guerrillas, flagelo que su país tanto padeció.

Esta celebración tan espectacular, no podía deberse a otra cosa más solemne que a la llegada del primer centenario de la era espacial, la cual empezó con el lanzamiento del Sputnik en 1957 por los rusos. Los gringos después empezaron su propio programa espacial, y juntos, hicieron que, con el centenario, terminara un siglo de sorprendentes avances tecnológicos tales como la llegada del hombre a la luna, el viaje a Marte, etc. y, por lo tanto, la celebración debería ser magna e inolvidable.

No me cabía en la cabeza. ¿Cómo era posible que yo, un simple jardinero de zonas residenciales del área de Houston, pudiera estar en el espacio haciendo migas con científicos rusos y gringos, efectuando tareas que eran exclusivas de astronautas y de hombres de ciencia? Cuando yo, a duras penas, había terminado la secundaria. Yo, un mexicano ilegal, participando en la misión espacial más trascendente que alguna vez hubiera podido imaginar. Bueno… en realidad no fue muy difícil.

Ese día, yo y mi amigo, deambulando por la ciudad, decidimos ir al Museo Aéreo-Espacial de Houston para pasar el rato, ya que era sábado, día de descanso. Llegamos al museo y nos formamos en “la cola” donde se vendían los boletos. Delante de nosotros había cinco personas. Me llamó la atención un grupo de empleados del museo que observaban con creciente atención a cada persona que llegaba a la taquilla. Yo supuse que se trataba de personal de seguridad, por eso no le di importancia. Casi al llegar a la taquilla, mi amigo se percató de que había olvidado poner el seguro a la puerta del carro y se regresó a ponerlo. Yo tomé su lugar y, al pedir mi boleto, los empleados del museo se abalanzaron hacia mí haciendo que mis rodillas flaquearan por el susto. Todavía no me reponía de mi sorpresa, cuando me dijeron que habían estado contabilizando la cantidad de visitantes al museo—desde años atrás—y al pedir yo mi boleto, resultó ser el número “diez millones” y así me convertía en el afortunado ganador de un viaje espacial que sería auspiciado por la N.A.S.A.para el visitante “diezmillonésimo” del centro espacial. Así que, de la manera más fácil, y sin batallar, me iba a convertir en ¡astronauta! y todo porque a mi amigo ¡se le olvidó asegurar la puerta del carro! De haberle tocado a él el premio se hubiera invalidado, pues le tenía pavor a la altura. Hasta ese momento nadie lo había podido animar a que se subiera a un avión.

Días después, pasados los trámites de rigor, se me practicaron exámenes físicos y mentales. Para asegurarse de que yo podría efectuar un viaje de esa naturaleza, fui sometido a riguroso entrenamiento. La única parte de la prueba que me hizo “ver mi suerte”, fue una pequeña cabina, situada a la orilla de un armazón metálico, que la hacían girar a grandes velocidades hasta que uno perdía el sentido. Después de la prueba, cuando me mostraron el video, pude ver mi cara en el momento en que el aparato alcanzó su velocidad máxima, vi cómo mis ojos empezaron a dar vuelta hacia atrás, hasta que quedaron con lo blanco para adelante. Hubo un momento en que la lengua se me salió y, al no poder meterla, llené de babas toda la cabina.

Después de haber analizado la propuesta de la colombiana, la N.A.S.A. convocó a los gobiernos y organizaciones de diferentes países a proporcionar armas: rifles, pistolas, metralletas y todo tipo de artefactos que hubieran sido usados en conflictos alrededor del mundo. Colombia—obviamente—puso “su granito de arena”. Angola, en África, también contribuyó. El Frente Polisario dijo “presente” con una pequeña cantidad de rifles oxidados y añejos, como tratando de revivir la conciencia de la opinión pública mundial sobre un movimiento armado del que ya nadie se acordaba. México también mandó una pequeña remesa de armas, las cuales fueron usadas en el antiguo conflicto con el E.Z.L.N. en Chiapas. Pero quien acaparó la atención fue la región del medio oriente: nada más de lo que había sido el conflicto árabe-israelí se mandó un arma por cada cien combatientes muertos—de ambos bandos—y más de la mitad del envío se tuvo que destruir en tierra, ante la imposibilidad de llevar tan gran carga al espacio. Por último: la oferta más controversial vino de los mismos E.E.U.U. La nación navajo, en Arizona, proporcionó una placa de cobre que tenía grabados los nombres de los jefes tribales que murieron en “La Gran Marcha” a Washington, marcha cuyo reclamo era el reconocimiento de los derechos a tierra y agua al cual todas las tribus del suroeste supuestamente tenían. Marcha que culminó con la “quema” de un tractor John Deere enfrente del Capitolio.

Llegó la orden. Las instrucciones se nos dieron desde la Base Edwards de California. Nuestra posición se confirmó: estábamos a trescientas millas de la costa oeste de Estados Unidos, sobre el océano Pacífico. Los tres sentados frente a los controles nos mirábamos a los ojos con nerviosismo en espera de la señal. Se escuchó un “bip” en la bocina que estaba en la parte de arriba del compartimiento, y en el monitor de la computadora apareció con letras rojas, la palabra “ahora”. El gringo miró al ruso cediéndole el derecho a activar la palanca que abriría la escotilla donde se encontraban las bolsas con las armas, pero el ruso volteó a verme y, con una seña, me hizo entender que me cedía el derecho a mí. Tomé la palanca. Ya iba a jalar cuando el ruso pegó un grito que casi se le escapa la dentadura postiza que traía. Me hizo soltar la palanca, pues estuve a punto de activar la que accionaba los retro-cohetes que se usaban para hacer girar la nave y cambiar de órbita. El ruso tomó mi mano y la puso sobre la palanca correcta. Corregido el error activé la palanca y la escotilla se abrió. Las bolsas de plástico empezaron a salir una tras otra girando lentamente en dirección a la tierra, envolturas que al llegar a la atmósfera se desintegrarían desparramando su contenido para, así, crear los aerolitos artificiales. Ocho horas antes habíamos efectuado el mismo procedimiento, pero en el otro lado del globo terráqueo para que África del norte y Europa tuvieran también su “show nocturno”. Incluso, en partes de Asia fue visto. España, sin haber contribuido al proyecto, a pesar de que también tuvo su gran guerra civil, fue de los países que tuvieron los mejores asientos en el espectáculo, pues los fuegos artificiales en Europa fueron planeados de modo que los “meteoros” cayeran en aguas del Mediterráneo para prevenir accidentes.

Lástima que nosotros no veíamos ni una chispa. Era extraño, nosotros, los creadores de tan espectacular fiesta, no podíamos disfrutarla. Para cuando las armas llegaban a la atmósfera y empezaba la función, nosotros ya nos encontrábamos a tres mil kilómetros de distancia, pues El pegasus viajaba a diez y ocho mil millas por hora. Irónicamente, y como si la adversidad hubiera hurgado en el rincón donde guardamos nuestros más ocultos deseos, nos reservaba también nuestra propia y sui generis función.

Nuestra misión había concluido. Estábamos cambiando de órbita para iniciar el acercamiento a la base nodriza, cuando sucedió. Ninguno de nosotros imaginaba que la peor pesadilla que un astronauta puede tener, se iba tornar en la más monstruosa de las realidades para nosotros. Nunca supimos el verdadero tamaño de la piedra que golpeó al Pegasus, pero no debió haber pesado más de diez kilos, a juzgar por el tamaño del agujero que quedó en la nave. Aunque el daño que causó fue desastroso. El aerolito—éste sí fue de origen natural—penetró la sección de la nave donde se situaban los tanques de oxígeno y los camarotes donde dormíamos, para salir por el piso del compartimiento donde nos encontrábamos, pasando a un metro escaso de nuestros pies. La nave empezó a girar alocadamente a causa del golpe, pero el coterráneo de León Tolstoi, como comandante de la nave, se encargó de controlar el vuelo del vapuleado Pegasus activando los retro-cohetes para restablecer el rumbo. El gringo recibía en la computadora el flujo de información que nos llegaba de Rusia y de E.E.U.U. simultáneamente. Se nos informaba que la N.A.S.A., siempre preocupada por la seguridad de sus astronautas, tomaba sus precauciones para situaciones como ésta, y—a causa de la destrucción sufrida por la nave, pues se perdieron todos los tanques de oxígeno— debíamos abandonar la nave a más tardar en media hora. Eso significaba que estábamos a punto de hacer historia—en cuanto a caminatas espaciales se refería—pues al salir de la nave viajaríamos “caminando” cientos de millas de regreso a la tierra, pues no había forma de que alguien nos “recuperara”. De pronto sentí un escalofrío que me corrió desde la nuca hasta donde la espalda deja de llamarse espalda. Se me puso la piel de gallina y sentí mis pelos de punta. Si abandonábamos la nave tendríamos que penetrar la atmósfera terrestre, sin la protección del vehículo. Eso quería decir que ¡nos convertiríamos en meteoros humanos! Mínimo Prometeo, mendigando una miserable llamarada al esquivo dios del fuego, mientras nosotros tendríamos más lumbre de la que alguna vez hubiéramos deseado. Se nos pedía que conserváramos la calma, que en cuestión de minutos se nos informaría del momento exacto en que deberíamos abandonar la nave. Y eso sería justo cuando, de acuerdo a cálculos, cayéramos en territorio de Estados Unidos. Se nos hizo saber que en cierto camarote había cinco trajes apropiados para una eventualidad como ésta, trajes que fueron construidos con una aleación de metales tan avanzada que, a pesar de que soportarían temperaturas hasta de tres mil grados Farenheit, también tenían cierto grado de flexibilidad. Era metal por fuera, con una insolación especial que ayudaría a evitar que nos rostizáramos en vida, pues, por dentro, sólo se calentaría a una temperatura máxima de cuarenta grados centígrados. Además, tenía unas bolsas que guardaban oxígeno como para hora y media de tiempo. Y no podía faltar su respectivo paracaídas, dos veces mayor que el tamaño regular porque el traje pesaba, por sí solo, alrededor de cien kilos. Para evitar preocupaciones, tenía un altímetro integrado con un dispositivo que hacía que el paracaídas se abriera a quinientos metros de altura. Así que no teníamos nada que hacer ni de qué preocuparnos, sino dejarnos llevar por la gravedad hasta pisar tierra. — ¡Ojalá todo saliera cómo estaba planeado!—pensaba.

El momento llegó. Abajo, en la tierra, la excitación aún continuaba. No hacía mucho que millones de personas habían sido testigos de un milagro hecho por el hombre. Ahora el ser humano creaba estrellas fugaces, esas que inspiraban a las mentes abiertas a pedir deseos y que nos forzaban a filosofar. ¿Qué fue eso? ¿De dónde viene? ¿Podremos saberlo algún día? Sólo con una cosa habíamos dado al traste: el romanticismo que envolvía a esos eternos viajeros del espacio. De aquí en adelante, la gente al ver una estrella fugaz se preguntaría: ¿Cómo pedir un deseo al ver una estrella fugaz? ¿Cómo sé si fue creado por la naturaleza o Houston, o tal vez por Baikonur?

La voz en Houston nos dijo que si abandonábamos la nave en los próximos dos minutos, podríamos tocar tierra en alguna parte de Colorado, Nebraska o Iowa. El ruso abrió la escotilla y la presión de la cabina escapó violentamente disolviéndose en el espacio. Abandonamos la nave empujando con los pies suavemente hacia afuera. Ahora volábamos paralelamente a la atrofiada Pegasus. Era extraño, yo sentía que no nos movíamos en absoluto. La nave seguía a ocho pies de distancia. Me di cuenta que empezábamos a girar lentamente, pues esa gran bola azul que es la Tierra, escapaba de mi vista poco a poco, para dar paso al negro más profundo que alguien pudiera imaginar, un color tan oscuro que me invadió una dolorosa y abrumadora tristeza. Después de un minuto, la Tierra volvía a aparecer ante el grueso cristal de mi escafandra disipando ese sentimiento tan agobiante que me había invadido momentos atrás. Ahora la escena que se abría majestuosa ante mí, era, en cambio, una vista que se antojaba más bien proveniente de un feliz y sublime sueño. Estábamos tan cerca de la Tierra que ahora, a mi vista, se desplegaban los océanos, Pacífico y Atlántico, con un continente americano más o menos desdibujado por la inmensa cantidad de nubes que casi lo cubrían en su totalidad.

Por la radio me informaban constantemente a qué distancia nos encontrábamos de la atmósfera, para que al llegar, el choque no se produjera de sorpresa. Era una forma de ir calentando el cuerpo poco a poco para cuando se produjera precisamente “la gran calentada.” Mis amigos viajaban delante de mí. El más cercano iba como a doscientos metros de distancia y el primero ya no lo alcanzaba a ver. La distancia entre nosotros iba aumentando a medida que nos aproximábamos a la gran capa de oxígeno que rodea la Tierra. La Pegasus ya no era visible, se había perdido en la inmensidad del gran vacío negro, vacío que entre más extenso se hacía más pequeño e insignificante me hacía sentir. Estaba observando una gran conglomeración de nubes que se formaban en lo que parecía ser el mar Caribe. Parecía un huracán, o tal vez una tormenta tropical cuando, de pronto, una gran bola de fuego apareció un poco delante de mí, dejando una larga franja amarilla en cuya incandescencia parecía que me iba a ver envuelto. Pronto entendí que ese gran meteoro no era otra cosa que uno de mis amigos, el que iba adelante. En cuestión de segundos el otro que lo seguía ardería en llamas también. No pasaron quince segundos para cuando el segundo “aerolito” se hizo presente, creando un infierno de fuego junto a mí. No tuve tiempo de asustarme ni de pensar en los apuros por los que mis compañeros pasaban, ni siquiera tuve tiempo de sentir una poca de lástima por ellos, porque pronto empecé a sentir que algo me oprimía dentro del traje. La creciente presión se hizo insoportable y en un segundo sentí que mi cuerpo iba a estallar en mil pedazos. Mi cabeza parecía querer partirse en dos y grité con toda la fuerza de mis pulmones. Sabía que me estrellaba contra algo pero no veía nada. Mis dientes se apretaban en un frenético rechinido y perdí la conciencia… no sé cuánto tiempo estuve así. Tal vez fueron diez segundos, o diez minutos, pero al despertar tuve ante mí la panorámica más hermosa que hubiera podido imaginar. Podía ver con marcada claridad ríos, lagos, carreteras y un área que se confundía con cielo o mar, no lo podía definir. Recordé a mis compañeros pero no los vi por ninguna parte, a pesar de que busqué en todas direcciones. Recordé la cara del ruso con su boca grande y dientes separados. Llegó a la memoria el gringo con sus lentes de “fondo de botella” y un arete en el lóbulo de la oreja izquierda, y de súbito los extrañé. Me aproximaba, como balazo, hacia una nube alargada y densa que se encontraba precisamente debajo de mí, y supe que el final de mi caída estaba por llegar. Pasé como bólido a través de cien metros de vapor y a mis pies apareció ¡Nueva York! ¡La gran manzana bajo mis pies! Después de unos segundos me pareció que me estrellaba contra un gran edificio, que estaba donde antes se erguieron las otrora orgullosas torres gemelas, cuando sentí que fui jalado hacia atrás violentamente y empecé a mecerme suavemente de un lado al otro. Había sido el paracaídas automático que se activó a control remoto frenando mi caída. Una ráfaga de viento me fue llevando hacia un área de edificios pequeños, para tocar tierra, finalmente, en el estacionamiento trasero de una cantina de segunda categoría. Al llegar al pavimento, mis pies no pudieron sostenerme y caí al suelo. Estuve así por un rato, hasta que empecé a sentirme con fuerzas para ponerme de pie y empecé a hacer esfuerzos por salir de mi traje-cascarón pero no podía. Me revolqué hacia un lado primero, después hacia el otro. Solté los broches que tenía a la altura de la cintura y sentí que la presión del traje aminoró. Tomé mi escafandra con las dos manos, presioné hacia la izquierda y se soltó saliendo hacia afuera. Corrí dos cierres hacia abajo y el traje se abrió de la cintura hacia arriba. No tardé más de un minuto para cuando me vi libre de tan pesada carga. Traté de pararme pero no pude, pues mis piernas no podían sostenerme. Lo intenté de nuevo y después de un rato lo logré. El paracaídas había caído detrás de un depósito de basura y no se alcanzaba a ver. Yo veía cajas llenas con envases de cervezas vacíos puestos contra la pared por todos lados. Me había puesto de pie pero no me podía mover por temor a caerme. Escuché el ruido de un vehículo al llegar. Supuse que serían agentes de la N.A.S.A. tratando de encontrarme. Un policía tomó forma de entre las luces de la patrulla y los vapores de un drenaje cerca, y llegó hacia mí en actitud amenazante:

— ¿Qué haces aquí?—me encaró.

Yo le dije que era un astronauta, pero al verme tambaleante sacó su lámpara y la apuntó a mis ojos. Me preguntó que si cuánto había bebido. Le contesté que nada. Insistí que yo era un astronauta que había caído ahí por casualidad. Le señalé el traje de astronauta que estaba tirado en el piso. Él lo vio, pero me preguntó que si de dónde me lo había robado. La sorpresa que su última pregunta me produjo hizo que se me doblaran las rodillas y caí al suelo.

—Si tú eres astronauta… yo soy Salma Hayek—se burló.

Me abrazó por debajo de las axilas, me levantó y me aventó al asiento trasero de su carro-patrulla y se dirigió hacia la estación de policía.

Fin

Oscar L. Cordero originario del estado de Chihuahua, México, autor de la novela testimonial Entre la sed y el desierto, además de la colección de cuentos De mi tierra al espacio ambos publicados por Editorial Orbis Press. Contacte a Oscar L. Cordero: osputnik7@hotmail.com

Más información en:
http://www.orbispress.com/imagenes/imaginacion/tierra-espacio.htm


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