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“Se vive a pesar de todo. Se vive aunque no den ganas de preguntar por qué se vive.” “Esos tiempos malditos lastiman. ¿Qué somos, Nene? Somos lo que heredamos. Un dolor y un torrente de sangre. Somos hijos del hacha. Hijos de los vergazos.”

RESEÑA

Imagen de portada cortesía del autor

Por Francisco León Rivero

francisco.leon@84@gmail.com

–Exclusiva de Culturadoor.com desde Salobreña (Granada, España)–

Día de publicación: 12-enero-2013

Alguien (seguramente importante, ahora no recuerdo su nombre, ni dónde lo leí) dijo una vez algo así como que en una guerra no importan los que ganan, sino los que quedan. Dejando de lado cuestiones políticas y casos concretos tomados de la historia susceptibles de cuestionar (o no) la lógica argumental latente tras la apariencia de la cita, la reflexión llama la atención por cuanto invita a afilar el alcance de la mirada, trascendiendo el plano del mero transcurso belicista tal y como se ve oficialmente delimitado por las fechas de inicio y cierre, hasta enfocar una entidad posterior (en el tiempo, me refiero). En efecto, si bien dicha entidad emerge del desarrollo del conflicto, no se reduce a sus particulares fronteras espaciales y cronológicas: se trata del sujeto que sobrevive a la caótica experiencia del combate, es decir, aquel que recuerda lo vivido y posee la capacidad para actualizar ese material por medio de un discurso.

La guerra salvadoreña tardó doce años en concluir desde que comenzara en 1980 (la “ahumada década”, tal y como la hallamos definida entre las páginas de esta novela). En su época, fueron numerosos los medios de comunicación que dieron cuenta de las constantes vitales de su desarrollo, hasta que finalmente en 1992 los dos bandos llegaron a un acuerdo y se puso fin a las hostilidades. Ahora bien, las repercusiones de semejante acontecimiento no son fácilmente corporeizables (y, por ende, encerrables) bajo las lóbregas listas de “víctimas mortales”, “daños materiales”, “heridos”, etc. Muy al contrario, están “los que quedan”, aquellos que siguieron viviendo tras el conflicto y cuya existencia, dispersa entre la variada geografía y los años posteriores, supone una parcela aún abierta (y compleja) dentro del terreno de las consecuencias desencadenadas por la guerra salvadoreña. Desde el epicentro de este grupo, y como descollando sobre aquellos que han optado por vivir su memoria en silencio, surge la voz de Mario Escobar a través de la presente novela. No es, no obstante, la única en descollar del conjunto. Con vistas a una comprensión más cabal de ésta, su adecuada (y pertinente) contextualización permite iluminar todo un abanico de publicaciones que, a lo largo de los últimos años, han erigido efectivamente la guerra salvadoreña en su motivo de escritura: la obra Odisea al Norte de Mario Bencastro, El vómito de Raúl García, El amor a la sombra del dólar de Daniel Joya, o El perro en la niebla de Roger Lindo, por poner sólo cuatro ejemplos, son casos que arrancan de una experiencia pareja a la de nuestro autor para contar algo. Éste, sin ir más lejos, tampoco desata su lengua por vez primera con esta obra: sus versos (los publicados y la caterva de inéditos) han sido hasta ahora los más socorridos confidentes de una experiencia vital tan dramática como la suya.

Paciente 1980 es el resultado de un par de años de escritura, es algo más que un amasijo de páginas entre las manos del lector: no debemos olvidar que nos hallamos en el ámbito de la literatura, ese juguete machadiano con cada una de sus piezas perfectamente articuladas y trabadas entre sí. Para este fin, Mario Escobar levanta la infraestructura de un universo narrativo donde el motor principal reside en la figura de su personaje narrador, un superviviente de la guerra salvadoreña estigmatizado por su dramático recuerdo y cuya mente se ve consecuentemente sumida en los abismos del caos temporal y la polifonía. Esta condición no resta importancia a sus palabras, más bien al contrario: en la línea de los más sensatos locos de la literatura (ya desde El Quijote o el bufón de El rey Lear), se nos antoja un individuo dispuesto a deshacer el entuerto de las verdades comúnmente aceptadas dentro de un mundo calderoniano en cuyo tablado se ha venido representando una nefasta función (donde, por cierto, cobran un desafortunado protagonismo las palabras y sus significados) hasta desembocar en el estallido de la guerra en 1980. El personaje encara a su enemigo con las armas del “valeverguismo” (la filosofía de la indiferencia) y la risa: sólo con ellas puede seguir viviendo sin prestar credibilidad a las ideologías que un día se cobraron tantas vidas humanas y cuestionar a la vez las bases sobre las que se asienta la identidad de la sociedad poblada por sus desocupados lectores. De acuerdo con este perfil, y a lo largo de la diégesis novelesca, se despliega ante nuestros ojos un discurso caracterizado por elementos como la desorientación, la confusión espacial y temporal, la omnipresencia de la duda (recurso para provocar distanciamiento entre el personaje y la credibilidad de sus palabras), y, finalmente, la convivencia de voces, entre las cuales destaca la duplicidad del niño y el adulto, es decir, el angustioso estar en un presente constantemente asaltado y zaherido por el pasado.

Y todo ello, articulado sobre un texto que formalmente busca reproducir el fluir de la caótica conciencia de su narrador, un flujo transcrito por medio de un lenguaje directo, rayano frecuentemente en lo conversacional, ávido de captar la corriente de pensamientos y, por lo mismo, elíptico y huidizo. En armónica convivencia con ello, y sin que por ende resulte un conjunto resquebrajado, se trata de una novela en la que, además de asistir a la lectura de poemas perfectamente intercalados dentro del mundo narrativo, son habituales los brotes de lirismo ya desde las primeras líneas (deudoras, por cierto, de un remoto sabor picaresco), un lirismo que apunta al gusto del escritor por construir impactantes y sugeridores imágenes poéticas.

Paciente 1980 es la materialización de lo que su personaje narrador, habitante del mundo de las palabras (según él mismo confiesa), persigue desde el principio: además de definir su identidad a base de trascender su realidad presente para lidiar con su pasado, se trata sobre todo de nombrar un hecho, el de la guerra. Porque sólo nombrándolo se llega a la consciencia del mismo. Así lo expresa Sartre en su famoso ensayo sobre lo que es la literatura: la labor de cambio que predica el escritor se realiza a través de la revelación (el nombramiento) de eso mismo que se quiere cambiar; una vez nombrado, sacado a la luz desde las tinieblas del anonimato, no cabe sino actuar sobre ello. En este sentido, Paciente 1980 tiene algo que decir, un mensaje que lanzar a su lector. No olvidemos que nos hallamos en el ámbito de la literatura, un terreno que se caracteriza por la ficcionalidad y artificiosidad de su mundo, sí, pero también por la seriedad, un juguete serio.

Más información y para adquiri esta obra:

http://www.orbispress.com/imagenes/imaginacion/paciente_1980/paciente_1980.htm



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