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Para 1898, fecha de aparición de “La parcela”, el impulso romántico- nacionalista ya va en descenso y cede ante el empuje del modernismo de Rubén Darío. La novela, pues, aparece literaria e históricamente tarde: La patria ha sido construida y sus escritores se vuelven vanguardistas alejándose de lo regional. El tema campirano de “La parcela” se comprende entonces en función de los intereses del sector de la burguesía mexicana más estancado: la oligarquía terrateniente…


José López Portillo y Rojas. (Imágenes: Internet y archivo)

Por Manuel Murrieta Saldívar
California State University-Stanislau

Ensayo publicado originalmente en “Arenas Blancas”, revista literaria de New Mexico State University, Deparment of Language and Linguistics, (Las Cruces, New Mexico). Número 9, primavera del 2008. Páginas: 4-9

—Especial para Culturadoor.com—

Día de publicación: 22-Abril-2009

Si la narrativa latinoamericana del siglo XIX interviene en la conformación de las identidades nacionales respectivas de cada país, la aparición en 1898 de La parcela, de José López Portillo y Rojas (1850-1923), se incrusta tardíamente en el proceso. Su aportación a ese movimiento literario se antoja débil porque la nacionalidad mexicana finisecular ha sido reforzada ya, décadas atrás, por la intensa actividad cultural de los intelectuales románticos encabezados por Ignacio M. Altamirano. Además, esta novela de transición post-romántica y pre-realista (Carballo XIII), surge un tanto desubicada dentro de la evolución de la literatura hispanoameric-ana porque América Latina y México, a finales del siglo XIX, irrumpen vanguardistas al fomentar la estética modernista de Rubén Darío.

Si se quiere justificar este rezago bajo el argumento, por ejemplo, de que participa en la última oleada del romanticismo consolidando patria, no formándola, La parcela no correría la misma suerte como modelo de literatura de corte rural. No lo es porque no proyecta una amplia perspectiva del campo mexicano de la época caracterizado por la explotación de grandes masas campesinas por parte de terratenientes nacionales y extranjeros protegidos por la dictadura de Porfirio Díaz (El Colegio de México 3:236 f). Si el rezago romántico es explicable, el reflejo parcial del campo sería difícil de aceptar si se busca en la novela un realismo testimonial de corte social. Aún con todo y su mérito de ser una de las primeras novelas que tratan la vida campirana en México(Carballo VIII), omite y tergiversa, por lo tanto idealiza, la situación de millones de campesinos explotados. En cambio, apuntala y defiende a la reducida oligar¬quía terrateniente que, junto con la extranjera, es dueña y señora del 80 por ciento de las tierras nacionales (Flores 4).

La aparición de La parcela es tardía si recordamos que la tendencia literaria romántica, importada de Europa, tuvo su impacto inicial en las primeras décadas de vida independiente (El Colegio de México 3:301f). Recurso estético-ideológico de las nacientes burguesías, necesit¬adas de una identidad propia al contar ya con nación nueva, el romanticismo mexicano está eliminando el estorbo aristocrático, lo “rancio” de Europa, y retoma el criollismo, lo autóctono, popular y local de la masa mestiza, los basamentos lingüísticos regionales, en su afán de construir patria e identidad.

Estas tendencias burguesas nacionalistas impulsadas por el romanticismo, explotan por toda América durante el siglo XIX que presencia por vez primera la irrupción en la literatura, con temáticas y giros dialectales característicos de cada región geopolítica, del pueblo en gestación. Así, por ejemplo, a finales de los años treinta circula en Argentina El matadero, de Esteban Echeverría, con su retrato y habla de las capas laborales más inferiores que están conformando al gaucho, mestizo, héroe popular que cuarenta años más tarde va a ser magnificado por José Hernández en su Martín Fierro. Alberto Blest Gana refleja el Chile de mediados de siglo con un Martín Rivas provinciano y mestizo que triunfa y se introduce entre la burguesía santiaguina en ascenso. La década de los setentas atestigua el surgimiento de las Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, que muestran el deseo por reflejar y acercarse al pueblo retomando las costumbres y el folklor criollo y mestizo mediante un lenguaje sencillo, periodí¬stico, alejado del academicismo científico exclusivista también en boga. El esfuerzo va a ser secundado por el indigenismo—variante también del romanticismo latinoamericano—de Clorinda Matto de Turner con narrativas como Aves sin nido. En México, la reacción es comandada por Ignacio M. Altamirano, “el padre Hidalgo de las letras”, con discursos, periodismo y prosa literaria que desde los años sesenta insta a la creación de patria como en Clemencia, precoz novela histórica al rescate del heroicismo y el amor nacional en plena época postinvasión francesa.

Sin embargo, para 1898, fecha de aparición de La parcela, el impulso romántico nacionalista ya va en descenso y sus últimos estertores ceden ante el empuje del ritmo, luminosidad, la hipérbole y pretensión universalista del modernismo dariano. Además, Europa goza y padece el apogeo de las escuelas naturalis¬tas, realistas y psicológicas con Benito Pérez Galdoz a la cabeza para el caso español, conocido y puesto como ejemplo por el propio López Portillo en el prólogo de su novela (4). Así pues, Altamirano y su proyecto constructor de identidad ha cumplido gran parte de su función y tanto literaria como políticamente—en 1889 es nombrado embajador en Francia (Altamirano VII) —va siendo desplazado de la escena nacional. La retirada se presiente desde antes. Para la década de los ochenta, dice José Luís Martínez, se advierte un decaimiento del entusiasmo romántico de los primeros años y “el nacionalismo comenzaba a volverse pintoresquismo y color local” (El Colegio de México 3:322). Entonces, dentro del contexto naturalista-realista europeo, modernista latinoamericano y prerrevolucionario mexicano, es extraño el surgimiento de una obra como La parcela que tan sólo llama la atención por estrenar la temática del campo mexicano, recurso novedoso que remite a lo autóctono, folklórico y nacionalista, y se emparenta con el movimiento romántico un tanto ya obsoleto. La novela, pues, aparece literaria e históricamente tarde (Flores 12): La patria ha sido construida, sus escritores se vuelven modernistas o vanguardistas alejándose de lo regional y de la masa popular. Y, precisamente, el pueblo mexicano ha ya conformado una identidad quizá débil, pero definida, aprestándose ahora a buscar su independencia económica, lograda ya la política y cultural, para terminar de consolidarse.

Sin embargo, dentro de todo este contexto, el tema campirano de La parcela se comprende en función de los intereses del sector de la burguesía mexicana más estancado: la oligarquía terrateniente. Es curioso pero no casual que, precisamente por su contenido campirano, la novela cuente en su momento con defensores y admiradores. Éstos se refugian, superadas las pugnas liberales y conservadoras, en las capillas intelectuales que hacen esfuerzos desesperados por preservar los moldes románticos nacionalistas en respuesta a la vanguardia modernista acusada de apátrida y esteticista. Asimismo, unos provienen de la provincia y defienden a escritores ligados directamente a la dictadura porfirista promotora del latifundismo rural.

Victoriano Salado Álvarez (1867-1931) es un caso paradigmático porque desde Guadalajara, Jalisco, centro y asiento provincial del hacendado y del cacique mexicano, advierte sobre “la falsedad de aquellos refinamientos en un país como el nuestro”; directamente contra los modernistas, los califica de “imitadores serviles” y que con sus juegos verbales “condenan la literatura nacional a que se quede en pañales”; luego muestra su admiración “por los novelistas y poetas que siguen fieles a la doctrina nacionalista” como José López Portillo y Federico Gamboa (El Colegio de México 3:326), ambos empleados por el porfirismo en algún momento de su carrera.

En esta pugna intelectual finisecular, los modernistas van a ser más visionarios porque, despreocupados de nacionalismos, transformarán cualitativamente el curso de las letras no sólo latinoamericanas, sino hispanas en su totalidad satisfaciendo así las necesidades estético-ideológicas de las burguesías más avanzadas asentadas en los centros urbanos y comerciales más importantes. Por su parte, el sector intelectual estacionado aún en un romanticismo decadente, donde inevitablemente se ubica López Portillo y su admirador Salado Álvarez—Amado Nervo acusa a éste de populista, estancado, corto de perspectiva literaria (El Colegio de México 3:327)—hará los últimos esfuerzos que buscan afianzar un tipo de nacionalismo, de corte rural, útil al proyecto social y cultural de la burguesía agraria y anacrónica cuya existencia se percibe amenazada.

Es decir, si el modernismo sirve a la oligarquía capitalista, urbana, comercial e industrial, la terrateniente rezagada, que se está quedando sin un proyecto estético, se refleja todavía y demanda, para su defensa y justificación, la preservación del romanticismo nacionalista que a estas alturas, en contraste con el nuevo movimiento, resulta cursi, obsoleto, aunque necesario. Así, La parcela y su tema campirano se aferran a la antigua tendencia, sin que le afecten los cambios económicos y culturales nacionales y extranjeros, en favor de una clase terrateniente que, dado su anacronismo en la estructura social, va a ser fuertemente debilitada una década más tarde por un levantamiento popular que a la postre producirá después temáticas rurales más creativas, completas y convincentes: la novela de la Revolución. López Portillo, no pudo pues advertir que la tendencia nacionalista había tenido sentido treinta años antes, cuando el país necesitaba un elemento de cohesión espiritual, pero que—agrega José Luís Martínez—”ya no podía tener vigencia en aquella nueva sociedad que, gracias a la paz, comenzaba a descubrir la burguesía y el cosmopolitismo” (El Colegio de México 3:328).

La respuesta tardía y aferramiento al postulado romántico nacionalista, se refuerza en La parcela por su tratamiento, parcial e idealizado (Flores 8-12), que hace del campo mexicano. Porque si López Portillo aún está interesado en consolidar patria, es en favor de una oligarquía terrateniente y no hacia la mayoría campesina que, en efecto, aparece en el texto pero como por accidente, como un ente disperso, sumiso y apático. Esta visión idealizada se completa al representar caciques nobles, paternalistas, resaltando ciertas virtudes como para reivindicarlos socialmente; reproduce así a hacendados preocupados por sus angustias morales y disputas de honor semifeudal, dispuestos al perdón, enfrascados en sus pugnas internas, pareciendo evadir la situación y relación explotadora con sus subordinados. Nada inocente o ingenuo, el autor introduce el pretexto de la pugna por un reducido pedazo de tierra para manejar el tema campirano, mostrar la idealización, la capacidad de benevolencia caciquil, al tiempo que promueve la sumisión campesina en defensa de la élite terrateniente, protegida por el porfiriato y amenazada de hecho.

Si un problema fundamental de la narrativa mexicana decimonónica—y latinoamericana toda—en un período de definiciones sociales, es determinar quién habla y por quién se habla, el retraso romántico nacionalista de José López Portillo, su coqueteo porfiriano, explica y hace concluir que el narrador de La parcela habla con el filtro ideológico de la burguesía terrateniente, que se niega a extinguirse, y a nombre de la dictadura que la ha prohijado. Es una voz romántica tardía que habla en favor de la “paz” porfiriana porque, ya en decadencia, hay que preservarla ante una inminente amenaza de muerte. Es una voz nacionalista reivindicadora que hace esfuerzos un tanto desesperados, de aquí su aferramiento, por preservar una patria, un territorio, un feudo, es decir, la parcela ideal para la felicidad y seguridad del terrateniente explotador. Esa voz, al mismo tiempo, dada la ambición de acumulación, la codicia, la indiferencia hacia el campesinado, también advierte al terrateniente que si no se regenera corre peligro de extinción.

Es que esta voz es la proyección ideológica de un López Portillo que en la vida práctica establece vínculos con el régimen dictatorial de Porfirio Díaz a quien sirve como asesor de reserva en la banca de los “científicos” (El Colegio de México 3:222). Es la voz de un secretario de Relaciones Exteriores de Victoriano Huerta—victimario de Francisco I. Madero—voz perseguida “por los mismos revolucionarios”, voz, pues, de un López Portillo escritor que, a juicio de Mariano Azuela, el autor de Los de abajo, “no acierta con sus retratos de rancheros” (Diccionario de escritores mexicanos 199). Dado este origen ideológico, la voz narrativa de La parcela de inmediato entra en el texto planteando y defendiendo a la clase terrateniente; habla y se proyecta sobre el campo mexicano concentrándose en la élite. Narra así las pugnas de Don Pedro Ruiz y Miguel Díaz, dos poderosos caciques de la región de Citala, que disputan la propiedad de un insignificante pedazo de tierra—El monte de los pericos:

–No me agradezca la visita; vengo a tratar de nuestro negocio.
–¿Qué negocio?
–El que tenemos pendiente.
–¡Ninguno tenemos pendiente!
–¿Luego el Monte de los Pericos? ¿Tan pronto se le ha olvidado?
–¿Qué tiene usted que decir del Monte?
–Que quiero me resuelva de una vez, si me lo entrega o no me lo entrega.
–¿Para qué hablamos de eso? Mil veces le he dicho que ese monte es mío.
–Así lo dice usted; pero a mí me pertenece (15).

Y a ahí se estaciona, ahí se aposta a lo largo de la novela; el enfoque de esta voz narrativa no se amplía verticalmente, se queda en lo horizontal, domina su permanencia en las alturas hasta el final de la historia. Es por ello que los acontecimientos se limitan a una serie de acciones legales, políticas, económicas y familiares, de atentados violentos, a iniciativa de ambos terratenientes sobre todo de Miguel Díaz. Estas acciones tienden a preparar, a explicar el proceso de la definición del conflicto, creando cierta tensión y expectativa, que se resuelve en favor de Ruiz (311). Asimismo, mediante esa visión desde arriba, la voz narrativa va a introducir e intercalar especies de subtramas que, lo que ya no sorprende, no tienen que ver directamente con la problemática campesina colectiva: el proyecto nupcial de Gonzalo Ruiz y Ramona Díaz, hijos respectivos de cada uno de los contendientes, pospuesto por la pugna predial; las peripecias de los abogados Jaramillo y Muñoz; los festejos triunfalistas de Miguel Díaz; los amoríos cursis de Estebanito y Enrique Camposorio con Chole. Casi todo gira en torno a la vida de las haciendas, en una “perfección ideal” (Flores 10), con rasgos paradisíacos, “verdadera arcadia en la que el hacendado es un bondadoso padre” (Carballo X), tan sólo desestabilizada por el pretexto de la disputa predial.

En contraste, esta voz narrativa, este enfoque, acorde a su propósito ideologizante, evita el descenso vertical, la bajada hacia los caseríos de los peones explotados, subempleados, desposeídos de sus propias tierras que en la realidad protestarán violentamente en el movimiento armado de 1910. La novela se limita a mencionarlos como de paso, rasgo que para cierta crítica basta para considerar la obra como completa en mostrar la panorámica general del campo, tenuemente contestataria (Carballo X-XI). Así, la voz narrativa ofrece una visión tergiversada del campesino, el cual surge, sí, pero envuelto en la sumisión y la apatía, al servicio del terrateniente de quien rara vez se queja. La narración se digna en conceder expresiones coloquiales rurales—”jué”, “soy probe”, el “fuez”, “váyase de priesa”—como para justificar su romanticismo hacedor de nacionalismo. Es un pequeño intento de reproducir el habla del trabajador anónimo porque apenas se escucha, surge despersonalizado, sin desarrollar un carácter propio de su problemática y de su psicología, lo cual contrasta con el amplio tratamiento que se hace del cacique. Aparece un “montero”, un “caporal”, un “aguador”, por lo general pasivo y servicial, casi siempre dependiente y subordinado al poder del “amo”, de sus leyes, de su economía e ideología semifeudal, de todo su aparato de control. La parcela, así, elimina del panorama novelado todo rasgo de queja campesina, reforzando el carácter ideal de su discurso; no incluye ninguna posibilidad de rebelión como queriendo paralizarla porque en la realidad se escucha ya el zumbido alarmante de la revolución. Sumisión, dejadez, conformismo campesino son proyectados por ambos patrones pero reproduzco aquí la visión de don Pedro Ruiz porque, en el maniqueo manejo que se hace de ambas figuras, él es, a diferencia de Miguel Díaz, el cacique “benévolo” de la novela (Carballo X):

–Yo no sé de esas cosas; lo único que hago es servir al señor don Pedro, que es mi patrón (39).

Y:

Allí le esperaban los caporales con don Simón a la cabeza, todos montados y armados. Al aproximarse, (don Pedro) les dijo:

–¿Están ustedes dispuestos a hacer cuanto les mande?
–Sí, amo–respondieron.
–Pues síganme–ordenó lacónicamente (81).

Portada de “Arenas Blancas” donde originalmente se publicó este ensayo

La diferencia entre ambos caciques en cuanto a su trato con el campesino no se distingue. Aunque en contradicción entre ellos, ambos tratan idénticamente a su peonada. El descarriado Díaz, amo más abusivo, antítesis de don Pedro, versión contraria del patrón paternalista y bondadoso a quien se ha de reformar, trata igual que aquél a sus subordinados. Hablando sobre don Pedro, diálogo que muestra las virtudes de éste, Díaz les recrimina:

–¿Y ni siquiera les dio una buena cintareada?
–No amo, ni an siquiera nos atacó el pelo de la cabeza.
–Es una lástima porque lo merecían por estúpidos (116).

Fiel a su perspectiva desde arriba, esta voz narrativa rehúsa pues expandirse, ampliarse, bajar, por ejemplo, a los campos de cultivo con toda su crudeza, a los caseríos de miseria, a las jornadas de sol a sol, a los derechos de pernada, al pago salarial o a las tiendas de raya. Sale ocasionalmente de las haciendas respectivas, del paraíso, rumbo a las calles del puebo de Citala pero para seguir a Pedro, a Miguel, o a cualquiera de sus incondicionales y familiares accionados e influenciados por la trama del conflicto predial.

El panorama, por lo tanto, resulta incompleto y tergiversado, magnífico para la idealización porque la negativa a retratar la crudeza campesina, sustituida con los cuadros de sumisión y apatía, no es un simple descuido de apreciación o enfoque. No es ingenuidad o inocencia narrativa, sino que se trata de un reforzamiento para la defensa del régimen terrateniente que se encuentra amenazado por las mismas masas que la novela oculta. Ante la amenaza de la revuelta, la voz narradora prefiere ocultar al campesinado, lo rechaza de la trama central, como deseando eliminarlo del mapa rural que pronto cambiará su conformación en la realidad. De esta manera, la voz narrativa pretende ser romántica al mostrar veladamente cuadros autóctonos, y realista al plantear una pugna campirana. Pero su concentración en las alturas, el tratamiento exclusivo de la disputa inter-caciquil, y no entre explotador-explotado, esquiva y evita la presentación de una cruel lucha de clases como si por ausencia, por su falta de tratamiento en la novela, se eliminara de la vida real.

La voz narrativa también defiende la ideología moral-cristiana de los terratenientes, no sólo su régimen de propiedad. Eliminada o tergiverzada la presencia campesina, entra al rescate de esa moral precisamente mediante el tratamiento de la parcela en disputa, territorio tan pequeño que los mismos caciques consideran de escaso valor en relación a sus grandes propiedades. Es que en verdad no importa el predio ni su tamaño, inclusive ni siquiera su demarcación territorial, como lo dicen ellos mismos—”¡Ya lo creo que no vale nada!”, confiesa don Pedro (36); “la cuestión es precisamente de derechos”, reconoce don Miguel al cura (146). Lo que verdaderamente importa es el significado moral de la disputa. La dimensión del problema no es, pues, de carácter económico, sino de pérdida o debilitamiento de los valores cristianos.

La disputa por el pequeño predio es únicamente el pretexto narrativo útil y necesario para exponer las dos versiones del terrateniente—”El Monte no es más que un pretexto. Si no fuera por él, sería por otra cosa”, comprende Ruiz (35). En un juego y manejo maniqueo de caciques, se presenta uno benevolente y bondadoso, Pedro Ruiz, en contraste con otro más despótico, ambicioso, inhumano y lleno de orgullo pecaminoso como lo es Miguel Díaz (Carballo XI). La voz narrativa, entonces, se preocupa por defender al primero, criticar y regenerar al segundo. Es así porque Díaz, lleno de codicia y envidia, rompe la moral cristiana y desencadena una serie de acontecimientos que desarmonizan el paraíso de las haciendas. Don Miguel está desestabilizando la base ideológica de bienestar y tranquilidad y hay que entrar entonces a su rescate, a su regeneración, antes que todo el tramado se derrumbe y la maldad llegue a generalizarse y provocar un posible resquebrajamiento del sistema terrateniente, el levantamiento campesino. Don Miguel entonces, después de saciar sus impulsos de orgullo herido—denigrar a don Pedro con su desconfianza, ponerle un litigio de propiedad, organizar una fiesta triunfalista, castigar a sus peones, el conato del derrumbe de una presa, actos que bastarían para aniquilarle en definitiva—como por arte de magia, gracias a la fuerza de la virtud cristiana, es finalmente perdonado en forma absoluta por don Pedro Ruiz quien le retira todos los cargos, hasta el de una acusación de asesinato:

–¡Compadre, un abrazo de paz!
Díaz se quedó estupefacto, sin comprender lo que oía.
–¡Vamos—repitió don Pedro—un abrazo, compadre! Todas han sido puras locuras; no volvamos a hablar de ellas. Quiero que sigamos siendo amigos (394).

El resultado es que regresa la armonía, la posibilidad ideal de proseguir indefinidamente en el paraíso sin amenazas latentes de ninguna especie. Porque todo se restablece. La regeneración repentina de Díaz, foco del mal, la capacidad de perdón de Pedro Ruiz, virtud pacificadora, solucionarán milagrosamente todas las problemáticas pendientes: Ramona y Gonzalo al fin se casan; el licenciado Jaramillo corrupto es derrotado; el abogado de don Pedro, Muñoz, es reivindicado; el juez pecador Camposorio es descubierto por Chole y ésta decide su amor por Estebadito; y hasta los peones terroristas que atentaron contra la presa son liberados por don Pedro. Queda así el mensaje de que, dado el restablecimiento, el elemento desestabilizador no radicaba en la disputa en sí del predio, desapego cristiano de las cosas mundanas, sino en el alejamiento y olvido de la moral cristiana que las cosas materiales siempre pueden provocar. La víctima de ello era don Miguel quien, de envidioso, orgulloso y prepotente en exceso, acaba regenerado, cristianizado, radiantemente bendecido por el perdón de todos. Es decir, se concluye que el abandono de los principios cristianos es fuente de inestabilidad personal y social.

Sin embargo, queda un caso pendiente. La muerte de Roque (341), peón de Pedro Ruiz, perpetrada mediante ley fuga y ordenada por don Miguel Díaz, queda impune. Y aquí cabría una interpretación simbólica: Roque victimado representa al pueblo; Miguel Díaz, el cacique regenerado, encarna a la dictadura de don Porfirio, después de todo hasta los apellidos coinciden; y la parcela es el propio país, México. En este juego de símbolos, la novela entonces estaría reforzando su llamado de advertencia, su exhortación a la regeneración del régimen porfirista que está cometiendo de hecho, como Miguel Díaz, el pecado de la acumulación, la avaricia excesiva. Si el régimen no se recompone, si no disminuye la pecaminosa ambición capitalista que encabeza la dictadura, el sistema terrateniente corre peligro, como la inestabilidad creada en las haciendas por la envidia de don Miguel. Si la oligarquía rural no se regenera, se consolidará una burguesía urbana y pro extranjerizante, criticada por el romanticismo tardío y defendida ya por el emergente modernismo. Si ocurre la regeneración del régimen porfirista, se asegura la parcela mexicana, no importa que queden impunes muertes insignificantes como las de Roque, muertes del pueblo, muertes ocultas y necesarias para que continúe la explotación al infinito. No importa una que otra muerte de un peón, lo que importa es asegurar la permanencia del paraíso terrateniente. Alguien, pues, muriendo o trabajando, como en la novela, tendrá que sacrificarse para beneficio de los señores hacendados que a finales del siglo XIX se niegan a desaparecer…

Contacte al autor: manuelmurrieta@orbispress.com

OBRAS CITADAS

Altamirano, Ignacio M. Clemencia. México: Porrúa. 1989.
Carballo, Emmanuel. Prólogo. Algunos cuentos. Por José López Portillo y Rojas. México: UNAM, 1956. VII-XLIV.
Diccionario de escritores mexicanos. México: UNAM, 1967.
Flores, Mario Martín. “Implicaciones ideológicas de la novela realista frente a la mímesis y de la novela naturalista frente al discurso de la sexualidad”. Ensayo inédito. U of California, Irvine. 1990.
El Colegio de México. Historia General de México. 4 vols. México: El Colegio de México, 1976.
López Portillo y Rojas, José. La parcela. México: Porrúa, 1945.

 

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4 Comentarios a “La Parcela de José López Portillo y Rojas, romanticismo tardío en defensa del hacendado mexicano”

  1. Por: Alfonso Armando en Mar 1, 2011

    Hola amigo–permítame llamarle así–, soy un estudiante de literatura en la ya de por sí desprestigiada Universidad Autónoma de Guerrero. En primer lugar permítame felicitarle por tan grande ensayo, ya que es sumamente objetivo y claro en lo que quiere decir. El motivo por el cual le escribo es por el siguiente: hace una horas tuve una pequeña riña con mi novia (los dos estudiamos en la misma institución) porque ella–que va a exponer sobre la misma– decía que La parcela tiene elementos románticos y relistas; decía que los realistas se daban en las descripciones que contiene el libro, mientras yo argumentaba justamente lo contrario, diciendo que las descripciones que el autor hacía eran en suma idealistas. Después de mucho discutir ella se negó a aceptar y me dispuse a invetigar más sobre este hecho y topé ante mí con este excelente ensayo. Con esto–aparte de poder expresar mis teorías gracias a este ensayo– se demuestra la enorme capacidad de creación y crítica literaria que tiene, muchas felicidades y gracias por compartinos a todos este texto.

    Alfonso Armando
    armando16cat@hotmail.com

  2. Por: Luis Trejo Lecona en Jan 30, 2012

    Me ha parecido un excelente artículo, con un excelente trabajo de análisis y una muy limpia proyección histórica Felicidades!

    Luis Trejo Lecona
    lt.lecon@gmail.com

  3. Por: Eduardo Vergara en Jul 12, 2012

    Apreciable profesor Manuel Murrieta Saldívar:

    Me parece muy interesante su artículo pues presenta una visión interesante de La Parcela. Sin embargo, me parece que la situación no era del todo terrible para los empleados de las haciendas. Es incontestable que había injusticias, pero creo no podemos juzgar con ojos del siglo XXI la manera en que se vivía en las haciendas de entonces, pues el sistema para pagar el trabajo era distinto al actual.

    Saludos cordiales,
    Eduardo Vergara
    eduverlam3000@hotmail.com

  4. Por: madu en Jun 4, 2014

    Yo estoy haciendo un ensayo de ese libro, me gustaría intercambiar puntos de vista…

    Madu
    madu8amor@hotmail.com

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