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CRONICA

Se dejaron escuchar las formidables voces a capela de un cuarteto de negros, sí, negros, de esos que trabajan menos que los mexicanos y que se parecen a Memín Pinguín…

Por Manuel Pérez,
desde Nueva York
—exclusiva—

Al salir de la estación en la calle 125, Up to Town, en la línea 1 del metro de Nueva York, se dejaron escuchar las formidables voces a capela de un cuarteto de negros, sí, negros, de esos que trabajan menos que los mexicanos y que se parecen a Memín Pinguín; era una armónica humana. Es natural, estando en el Harlem, toparse con ellos y su música, su antiquísima música que huele a negro y a dolorosa sabiduría.

En eso pensaba la tarde del domingo en que fui invitado a la casa de Margaret, la hermosa dama que organiza inolvidables anocheceres de Jazz en su pequeño salón. Era un edificio hermoso cuyo vestíbulo revestido de ninfas y niños montados sobre cabríos tallados en mármol blanco (no podía ser mejor) anunciaban el antiguo esplendor del Harlem a principios del XX. Ahora, el departamento de Margaret es uno más en ese antiguo palacio, departamentos viejos, en aquella tarde otoñal.

Margaret toca el piano con sus manos fibrosas, ancianas y negras, alguien gime su trompeta ensordinada mientras un redoble guía sus pasos con baquetas que parecen prolongación de los dedos.

Aquel hombre volteado sobre el bajo me hizo pensar en el tiempo, el anciano tiempo que revestía la madera del viejo instrumento con su ritmo siempre irregular, cualquier cosa que esta paradoja signifique.

Me ha parecido por momentos que en el Jazz nada es fortuito, ni las casuales palabras de Margaret cada que recuerda a sus amigos, Charles Magee y Telonius Monk, quienes cumplían años ese domingo, no sé si de haber nacido o de haber muerto. Me sentí en familia, de la manera más profundamente posible, entre aquellos hombres y mujeres y niños, agradecido de la sencillez con que ejercen su maestría por turnos el hombre doblado sobre el bajo, el blanco ciego respirando su sax o el azotador de la batería cuyos languidísimos calcetines hacían juego con un rostro de mirada demente y con la lengua siempre entre los dientes.

Con la guía que el Zwan, mi amigo neoyorkino, me hizo sobre un papel doblado, pude a la mañana siguiente dar un paseo por la ciudad.

El Staten Island Ferry, me permitió en su proa contemplar, eso es, abstraerme frente a la isla de Manhattan con sus rascacielos clavados en unas grises nubes bajas. “Ah chingá, ¿y las torres?” Diría el hombre araña.

El Zwan y la Katy y, por supuesto, la chiquita bonita Amelie, saben que hacen falta y no tanto, que eran edificios feos que silbaban con el viento y en donde sólo podían morir hombres del pueblo, no petroleros ni ejecutivos de Enron. El Zwan es chilango, la Katy neoyorkina: excelente pareja, verdad de Dios.

En una plaza de la calle catorce, frente al monumento ecuestre de Washington, un hombre se paseaba vestido de naranja, con el uniforme de los condenados, el rostro tapado con una capucha torturante y una cuerda al cuello, como perro en busca de dueño, ofreciendo su cuerda a los transeúntes, invitándolos a sentir el dominio que de hecho están ejerciendo sobre muchos hombres, sólo por pertenecer a esta sociedad y pagar los impuestos, los putos impuestos que pagas en los cigarros y que van a dar a la guerra, a ese negocio en donde todo se pudre y el cinismo de la muerte tuerce el labio de nuestros muchachos, sí los nuestros ¿o qué pensaban? ¿que eran mayoría los hijos de anglosajones sirviendo en el ejército? Eso también es Nueva York, un cúmulo de dolor paseándose de naranja por las plazas, una serie de fotos sobre la malla que rodea la llamada zona cero, un hombre sucio y de larga barba blanca sentado a sus pies soplando su armónica con dolor indescifrable. Eso también es Nueva York.

Y como ya se pierde el ritmo, no faltan en esta ciudad los profetas como el New York Times que publica, y luego la Jornada, que el cambio climático está cerca (así le llaman ahora al Apocalipsis) que no está lejos el momento en que dejemos de preguntarnos por el futuro de la democracia, en que disertaremos sobre cómo es posible que un grupo tan grande de cazadores recolectores sobrevivan en los bosques del Hudson o, menos catastróficamente, sobre la difícil sobrevivencia en los candentes desiertos de Nueva Inglaterra. Es un ritmo viejo, como se ve, una historia de la salvación a la que sólo puede oponerse el ritmo de la esperanza, por ejemplo la que hace sonar la gente de Nueva York, es sus múltiples voces. La esperanza, para quien lo quiera oír, vive también en la Gran Babilonia de Nueva York. La bataca cierra, el sax se pandea, el piano viaja hacia las teclas graves y de golpe, todo ritmo se oscurece.

Contacte a Manuel Pérez:
rmperez@colmex.mx


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  2. Sep 27, 2010: CULTURAdoor » » Culturadoor 49
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