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CRONICA DESDE ULTRATUMBA

Por David Alberto Muñoz

Los sonidos e imágenes que se presentaban ante mí parecían embriagarme más que las mismas copas que había bebido hacía unas cuantas horas. Solamente miraba rostros compungidos de personas que caminaban de un lado a otro elevando los brazos e intentando crear coherencia ante el complejo panorama de haber perdido la vida la noche anterior.

No estoy seguro si lo soñé o fue verdad, o tal vez es verdad. Pero anoche fallecí, sentí que mi alma se desprendía de mi cuerpo y pude ver con mucha claridad cómo mi familia y mis vecinos se acercaban e intentaban despertarme mientras que yo volteaba para todos lados y no podía creer lo que estaba sucediendo. De repente parecía que estaba volando. Podía verme a mí mismo por debajo de mis piernas. Por unos segundos quedé totalmente paralizado.

—¡Ese soy yo! Ahí abajo

—pronunciaba con cierta incredulidad. Todo era desorden y locura.

Al principio sentía mucho miedo aunque después de algunos minutos me acostumbré a viajar de esta extraña forma. No podía sentir mi propio respirar y mis ojos se me iban para todos lados. Lo curioso era que podía ver y escuchar todo, absolutamente todo. Los gritos de las mujeres y los niños, las frases secas de mis enemigos y los pensamientos mezquinos de todos aquellos que al final de cuentas estaban contentos de verme muerto.

—Desgraciados

—pensé.

Decidí pasearme por la ciudad. Tomé rumbo hacia el Zócalo y no sé por qué me dieron ganas de detenerme en el Monte de Piedad. A lo mejor deseaba empeñar algo o quizás pagar el dinero que debía para poder quedarme otro ratito.

Entré por la puerta de la catedral y sentí miedo. Las iglesias católicas siempre se me han hecho medio tétricas. Se me figuraba que todos los santos se levantaban a recibirme y que me llevarían al lugar de las almas perdidas. Escuchaba las confesiones, los pecados cometidos por hombres y mujeres que expresaban su arrepentimiento por haberle puesto los cuernos a su compañera o compañero, por haberle metido la mano a la secretaria o haberle querido robar dinero al jefe de piso, mientras que los jovencitos se disculpaban una vez más por haberse masturbado en la cocina frente a la criada. El sacerdote los escuchaba con rostro de enfado, para que al final de cuentas simplemente los absolviera dándoles de penitencia tres Aves Marías y ocho Padres Nuestro.

Yo sentía como que alguien me estaba llamando pero no lograba diferenciar entre tantas voces y sonidos que escuchaba. Sabía que cierto día iba a morir. Pero no deseaba que fuera precisamente ese día cuando me iban a dar la plaza permanente en la universidad donde trabajaba. Además, me habían prometido darme beneficios médicos para mí y toda mi familia. Al menos eso pensaba. Ya no estaba seguro de quién era en realidad. Me sentía ligero y como que podía viajar casi a la velocidad del pensamiento.

—¿Qué pasó con Muñoz?

—Se murió.

—¿Cómo qué se murió?

—Pues no sé…de repente se cayó y no se pudo levantar.

—¿Estoy muerto?

—me pregunté.

Siempre soñé con escribir una crónica sobre mi muerte, y tuve la inconcebible idea de que podría mandarla desde ultratumba.

No estaba seguro. Me sentía bien, nada más esa rara sensación de andar volando. Imaginé que a lo mejor se me habían pasado las copas. No será la primera vez, ni la última, eso espero. O a lo mejor como no he dormido muy bien últimamente he perdido la coherencia. Cuando menos me di cuenta, observaba a bailarines que nada más parecían estar matando chinches para recaudar un poco de dinero mientras que la plaza central de la ciudad parecía oler a mierda y la inmensa bandera mexicana sacudía el aire…y yo nada más me agarraba del mástil como no deseando irme de ahí.

—Pero yo ya no vivo aquí. Salté la frontera hace ya muchos años—recordé— Yo me fui al otro lado. ¿Qué ando haciendo por acá? La cabeza me pesaba mucho. Sentía un olor a vómito en mi boca. Por momentos experimentaba calambres en el cerebro y al querer sacudirla todo se volvía una película en cámara lenta. Y como que escuchaba la quinta sinfonía de Bethoveen y recordaba a mis amigos, mis mujeres, mis secretos, mis placeres y mis propias inmundicias.

—¿Qué pasa?

—pregunté.

—Muñoz falleció el día de ayer. Estaba trabajando en su oficina en la ciudad de Phoenix, Arizona y de pronto le dio un ataque al corazón y perdió la vida casi al instante. Pero yo todavía estoy aquí.

—Fue algo muy inesperado. Todavía estaba muy joven. Pero como él mismo decía, la compleja experiencia humana también llega a su fin. Corrí como loco para cualquier lugar, en aquel momento no importaba.

Los carros se me echaban encima, las personas me insultaban, los merolicos me aventaban sus productos; percibía la mirada de medio mundo sobre mí y lo más curioso era que no experimentaba dolor de ninguna clase. Más bien era una rara desesperación de darme cuenta de algo que al menos yo creía no sucedería en mucho tiempo.

A lo mejor nada más estaba soñando…o a lo mejor no…tal vez estoy escribiendo mi última crónica y tendré la oportunidad de enviarla desde estos rumbos…o a lo mejor ya estoy muerto… no sé…tal vez nadie puede saberlo.

—Muñoz falleció el día de ayer. Pero nos envió esta crónica exclusiva desde ultratumba.

Contacte a David A. Muñoz: dmunoz7@cox.net


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  2. Oct 3, 2010: CULTURAdoor » » Culturadoor 50
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